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Mientras me hospedo con mi mujer en los Brilliant Apartments del Berlín unificado, veo en internet un documental del cineasta chileno Mathias Meyer, que entrevista a compatriotas exiliados en la RDA. Uno que otro, a regañadientes, entre pretextos, admite ante la cámara que allí había algo que hacía ruido en términos democráticos. Hay quienes conceden hasta con aire frívolo que allá había una dictadura, pero la mayoría calla, relativiza o justifica el sistema, o afirma no haberse dado cuenta de que los germano-orientales sufrieran represión. Los peores son quienes se ocultaron para evitar referirse a la RDA.
Y muchos de esos chilenos —los mismos que se complican con las preguntas sobre la RDA— tuvieron la oportunidad de pasar la frontera por la estación de Friedrichstrasse y presenciar escenas que no creo que puedan olvidar.
Si uno tenía el privilegio de poder salir de Berlín Este a Berlín Oeste, debía ingresar primero a la Casa de las Lágrimas, galpón al cual solo accedían los extranjeros. Afuera se despedían los germano-orientales. En el interior estaban las casetas de control de pasaportes y las cámaras que grababan el movimiento de los viajeros. La Casa de las Lágrimas era controlada por los efectivos del Regimiento Guardafronteras Félix Dzerzhinsky.
Tras pasar por la caseta, donde enclaustraban al viajero entre la ventanilla del oficial de migración y un espejo a su espalda, se llegaba a los pasillos subterráneos de la Friedrichstrasse.
Allí había en rigor dos estaciones separadas por muros de ladrillo y placas metálicas herméticas. Una servía a los alemanes orientales para viajar dentro de la ciudad amurallada; la otra era la Friedrichstrasse a la que llegaban el metro, el tren o el S-Bahn de Berlín Oeste. Esa era el trampolín a la libertad.
Las estaciones berlinesas orientales previas y posteriores a la Friedrichstrasse se mantenían clausuradas desde la construcción del Muro, en 1961, y las vigilaba el Regimiento Dzerzhinsky. Lo inaudito era que sus efectivos estaban encerrados en jaulas para que ellos tampoco pudiesen abordar el metro occidental que pasaba ante sus narices. Eran carceleros encarcelados.
Una vez que se accedía al andén de los trenes que viajaban a Occidente, uno debía permanecer detrás de una línea amarilla trazada en el piso. Desde un puente, soldados armados impartían órdenes a través de altavoces: nadie puede traspasar la línea y subir al tren hasta que no se dé la autorización correspondiente.
Y entonces ocurría algo escalofriante para cualquier persona decente: aparecían efectivos del Dzerzhinsky, acompañados de ovejeros alemanes que recorrían el tren por debajo y su interior. Mientras los perros husmeaban por doquier en busca de seres humanos ocultos para fugarse, los militares, premunidos de herramientas y linternas, desmontaban cielos falsos, y examinaban los baños y bajo los asientos.
Todo aquello ocurría a vista y paciencia de los viajeros. Era un acto obsceno, que causaba vergüenza ajena por su prolijidad y significado. En su última estación, el socialismo confesaba públicamente que era una prisión formidable y perdía toda noción de vergüenza. Ningún chileno puede haber salido o entrado por Friedrichstrasse sin haber visto con el corazón encogido el deprimente espectáculo que brindaba el socialismo.
Si uno seguía respaldando el sistema después de haber presenciado aquello es porque estaba dispuesto a justificar cualquier cosa, hasta los crímenes más espantosos, con tal de imponer una dictadura a otros.