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Mientras Baltazar, su esposa Deborah, mi mujer y yo subimos los peldaños de mi internado, le vamos dando tiempo a la historia para que retroceda. La disposición de los pasillos es la misma, aunque han sido remodelados: ahora predominan los colores vivos, hay buena iluminación, puertas sólidas y diarios murales variados.

Llego, por fin, al cuarto que compartí con el príncipe de Mali y con Joaquín Ordoqui, y que abrió con ganzúa el espía cubano Tony López. Llego a la habitación donde recibí a Karla Linder, la rubia que temía perder su virginidad, y a la futura maestra de la escuela de Bogensee, que tenía la espalda plagada de espinillas. Llego al cuarto que asqueó a la periodista del Abendzeitung. Llego a la cafetería donde se inició la amistad con Lucho Moulián, y al cuarto que ocupó Margarita con Ljuba, una polaca experta en el mercado negro germano-oriental.

Recorro esos pasillos en forma pausada, reconociéndolos de modo gradual, ordenándolos en la memoria, tratando de reconstruir la atmósfera de entonces, preguntándome qué habrá sido de los alemanes y los revolucionarios del Tercer Mundo que entonces estaban dispuestos a dar la vida por el socialismo. Entro a los dormitorios que ocuparon mis amigos, y busco allí alguna huella o perfume, un color, una ventana o un tipo de luz que me lleve a lo que fui y sentí, pero ya no palpita nada, absolutamente nada de todo eso.

La constatación me sobrecoge porque insinúa que todo fue en vano. Un pasado que nadie recuerda ha sido en vano. ¿Qué sentido tuvo entonces haber enviado a morir a tantos jóvenes que prometían tanto, que querían ser médicos, ingenieros, artistas o políticos? ¿Qué sentido tuvo haber sacrificado a muchachos de África, Asia y América Latina por una utopía de la que solo quedan escombros ensangrentados?

—¿Sabes lo que quedará de ti si te sumas a la guerra que tu partido planea librar contra el Ejército de Pinochet para instaurar el socialismo? —me preguntó en 1975, ya en La Habana, el poeta Heberto Padilla, caído en desgracia ante Fidel Castro.

—Lo ignoro —respondí, aunque hubiese querido decir que no buscaba nada más que acabar con la injusticia y la inequidad.

—En el mejor de los casos, si mueres y llega a ganar tu causa, le pondrán tu nombre a un jardín infantil en algún pueblo remoto —repuso Padilla desde el sillón de su departamento, en el barrio de Marianao—. No sé si eso servirá de consuelo a tus padres, o es motivo suficiente para unirse a un ejército de improbable éxito en su empresa revolucionaria.

En esa época, inspirados por los encendidos discursos de los camaradas, muchos militantes ingresaron al Ejército cubano con la ilusión de conquistar el poder en Chile, o de negociar cuotas de poder en la nueva democracia. Yo habría terminado sumándome a los jóvenes ingenuos e idealistas que se convencieron de que se convertirían en los futuros comandantes del Chile socialista.

Si no es por las palabras del poeta y el deprimente panorama económico y político que brindaba la Revolución cubana, yo hubiese terminado quizá, como otros, bajo tierra en Angola, Mozambique o Nicaragua; o integrando una banda de asaltantes de bancos o de secuestradores de empresarios para obtener recursos para «la causa revolucionaria».

Me salvaron de eso mi experiencia en el socialismo real, la doble moral de nuestros líderes y las certeras palabras de Heberto Padilla.

¿Cuántos de esos jóvenes con los cuales me crucé en los setenta en los pasillos del internado de Leipzig estarían aún vivos? ¿Y cuántos habrán caído en el campo de batalla cumpliendo las tareas para las cuales sus partidos los adiestraron en universidades de países socialistas, donde a menudo eran reclutados por servicios secretos o embarcados en aventuras sin destino?

Detrás del Muro
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