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En el país amurallado existían, al igual que en Cuba, al menos dos niveles de comunicación: uno público, en el cual todos participaban valiéndose de la terminología de la propaganda oficial; y otro privado, íntimo y auténtico, en el que, teniendo uno la relativa certeza de que estaba con gente de confianza, decía lo que pensaba, empleando un lenguaje que mezclaba conceptos de los medios de Alemania Oriental y Occidental.

Tuve la suerte de tener acceso a esa comunicación cercana con algunos alemanes que se convirtieron en grandes amigos. Entre ellos estaban Baltazar y Deborah Argus, desde luego. Él era un experimentado traductor de Intertext, la agencia estatal de traducciones de la RDA, y ella una excelente pintora abstracta, que solía afirmar que jamás pintaría a un obrero junto a un torno ni a un koljosiano sobre un tractor.

Los conocí, debería añadir, gracias al escritor Eduard Klein, quien recomendó mis cuentos al editor de Aufbau Verlag, quien a su vez se los pasó a Baltazar para que los tradujera. Y en una cena del congreso de la FDJ conocí, además, a otro experimentado traductor literario, Karl-Heinz Mansfeld. Nuestras conversaciones esa noche sobre la literatura de la RDA y América Latina, así como sobre la situación política en Chile —de la cual sabía todo al dedillo—, sirvieron de excelente sustento a nuestra incipiente amistad.

Baltazar y Deborah poseían una pequeña casa de un piso con un amplio terreno con árboles frutales en Blankenburg, en las afueras de Berlín, no lejos de Bernau, que era su refugio para leer, pintar, escuchar música clásica, cultivar flores y verduras, y también para cocinar con notable talento platos típicos de la cocina alemana.

Karl-Heinz, por su parte, vivía con su esposa y Thomas, el pequeño hijo, en un departamento de puntal alto en una casona de la Sadowa Strasse, que daba a un parque con robles viejos. Su esposa fallecería pronto de cáncer. Karl-Heinz era dueño de un velero, con el que navegamos varias veces por el lago Müggelsee.

Mis amigos eran grandes lectores de ficción, por lo que cultivaban la amistad con libreros expertos en conseguir la Bückware (aquellos productos escasos que los vendedores apartaban para clientes predilectos). Llevaban un excelente pasar, conocían las limitaciones del socialismo y estaban conscientes de la superioridad del capitalismo en términos económicos, tecnológicos y de libertad individual, pero estimaban que el campo socialista era perfectible y contribuía a que el mundo fuese un lugar más seguro y diverso.

A menudo me sorprendo añorando los días en que me invitaban a sus casas. Algunas veces llegaba yo temprano por la mañana a tomar desayuno, pero pasábamos de largo hasta el almuerzo y, luego, incluso al Abendbrot. Esos encuentros siempre fueron gratos y formativos para mí. Yo les llevaba noticias frescas de mi patria y de la vida de los chilenos en la RDA, y ellos me narraban las pulsiones profundas del alma alemana oriental, su tendencia a filosofar y examinar a fondo las cosas, su actitud que oscilaba entre la esperanza y la desesperanza, y que a menudo desembocaba en una resignación melancólica.

En ninguna otra parte he logrado encontrar un espacio en el cual confluyeran tantos factores que facilitaran la plática y la amistad: el desarraigo de mi exilio; la vida detrás de un muro que atormentaba nuestras almas; la conciencia de que el mundo, dividido en dos bloques, dormía sobre un barril de pólvora. Reflexionábamos con seriedad sobre el arte, la literatura y la política, mientras comíamos y bebíamos, y nos dejábamos envolver por la delicada música de Beethoven, Mahler o Sibelius.

A través de amigos como esos logré tomarle el pulso a la RDA profunda y sus ciudadanos. Eran seres cultos y alertas a quienes desde la niñez la propaganda oficial les había inculcado que tenían el privilegio de integrar una sociedad que era la vanguardia y el futuro de la humanidad, y a la que debían corresponder con fidelidad.

Al sumergirme en esas conversaciones fui notando también la lamentable ignorancia de mis compatriotas que no hablaban alemán. Me di cuenta de algo peor: sin dominarlo, jamás llegarían a entender las cuitas, las frustraciones o los sueños de los ciudadanos de la RDA.

¿Bajo qué circunstancias un germano-oriental iba a decirle a un chileno comunista o socialista que huía de Pinochet, y se abrazaba al Muro como única tabla de salvación, que no todo lo que brillaba era oro? ¿Cómo iba a confesarle que en realidad aspiraba a que la dictadura del SED le permitiera visitar Occidente o al menos disfrutar de los libros y las películas de esa parte del mundo?

La integración de muchos compatriotas a la Alemania del Este se dio principalmente en la dimensión de la propaganda política, esa que afirmaba que la RDA era el primer Estado de obreros y campesinos en territorio alemán y Cuba el faro de América Latina; esa que sostenía que aprender de la URSS era aprender a triunfar; que el futuro pertenecía por entero al socialismo; que la URSS y sus aliados eran garantes de la paz mundial; y los días del imperialismo estaban contados. La respuesta chilena tendía a ser igual de clisé: el pueblo resiste contra la dictadura de Pinochet bajo la dirección de los partidos obreros y se pliega a la resistencia nacional; y nunca el pueblo vivió mejor que bajo Allende.

Era una visión construida a punta de consignas y mitos. Y era, además, el discurso ideológico que divulgaban los medios de la RDA y que todos repetían hasta la saciedad en las reuniones del SED, la FDJ o el FDGB. Si algo tuvieron claro los regímenes comunistas es que en la sociedad jamás cesa la batalla de las ideas.

Sospecho que la ignorancia de muchos chilenos sobre el socialismo de la RDA se debió a que no dominaban el alemán, vivían recluidos en guetos y eran vistos por los germano-orientales como funcionales al régimen. No eran pocos los alemanes que temían que el chileno —en deuda con el Estado socialista— repitiera sin quererlo ante soplones lo que se comentaba en confianza sobre el régimen comunista.

Detrás del Muro
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