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Aunque comenzaban a aparecer los primeros síntomas de la crisis económica que terminaría por liquidar al sistema, era una época de cierto optimismo en el socialismo mundial. La década del setenta había sido incluso relativamente próspera: se esfumaba el recuerdo de la Primavera de Praga de 1968, algunos países africanos alcanzaban la independencia, la RDA impulsaba un programa que unía la política económica con la social, y la URSS proponía la paz para Europa, opacando las acusaciones de que violaba los derechos humanos.
Para la izquierda europea occidental, los temas prioritarios eran ahora la ecología, la reivindicación laboral y la oposición a la instalación de nuevos misiles en Europa por parte de la OTAN y el Pacto de Varsovia.
Pero lo que alentaba la percepción de que ambos sistemas sí competían por la hegemonía mundial —uno basado en la economía de mercado, la democracia parlamentaria y la libertad individual; el otro en la economía centralizada y el sistema de partido único— era que aún no se evidenciaba con arrolladora claridad la superioridad económica, social y democrática de Occidente. Sin embargo, el peso de la evidencia crecía a diario y resultaba abismante e incontrastable. Nada podía un Estado dirigido por burócratas ante la iniciativa de millones de privados libres. Nada podía el grisáceo monopartidismo ante el arcoíris del pluralismo, la libertad y el emprendimiento de los individuos en Occidente.
Algunos líderes del mundo socialista se percataban que la carrera económica contra el capitalismo estaba perdida. En los años en que yo me decepcionaba en La Habana del socialismo, un funcionario soviético llamado Mijail Gorbachov tomaba conciencia, durante una visita de trabajo a Occidente, que la suerte estaba echada por razones económicas.
Fue, si no me equivoco, antes de ser secretario general del Partido Comunista de la URSS. Mientras Gorbachov visitaba en Gran Bretaña granjas privadas, se dio cuenta de que los koljós soviéticos jamás alcanzarían la productividad ni el bienestar que exhibían sus competidores capitalistas. Y fue en Londres donde comprendió que las tecnologías que los ingenieros de la URSS le presentaban como avances estelares de la ciencia soviética, estaban incorporadas desde hacía mucho en los juguetes que vendían las tiendas londinenses. La computación, no el imperialismo, sería la sepulturera del socialismo.
Si Gorbachov y la gente de su entorno intuían que la carrera ya estaba corrida y no podrían responder a la guerra del espacio con la que amenazaba el presidente Ronald Reagan, nosotros, simple infantería desinformada en los países comunistas, ignorábamos la inviabilidad económica de la utopía, porque nada sabíamos de computación, y seguíamos aferrados a la apología de un sistema ideado en el siglo XIX para un mundo que ya no existía.
Era una utopía inviable. Pese a ser discípulos de Marx y Lenin, y adversarios de lo que considerábamos concepciones no científicas de la historia, no contábamos con la base económica imprescindible para sustentar el sistema, puesto que la economía estatal no funcionaba en ningún país comunista. Éramos solo verbo, sueños, himnos, banderas, revolucionarios refugiados, náufragos de un relato ideológico decimonónico, incapaces de entender la ilimitada vitalidad del emprendimiento privado y de un presente vertiginoso y fugaz.
El capitalismo, en cambio, sin articular discurso utópico alguno, superaba al socialismo en los hechos. Bastaba con ver en la televisión occidental los comerciales, los debates políticos y la diversidad cultural para darse cuenta del atraso, la uniformidad y la monotonía del socialismo, y lo que era peor, de cómo perdía terreno a diario en todo orden de cosas.
Mientras la derecha política del mundo se afincaba en el nivel de los hechos mensurables porque consideraba que allí su triunfo era inobjetable, la izquierda prefería remontar el vuelo e instalarse en los sueños y el discurso, dimensiones en las cuales no había cuentas que rendir.
Reticentes a aceptar la persistencia de los hechos, vivíamos inspirados en las quimeras del siglo XIX de Marx y de comienzos del XX de Lenin. Como cuadros políticos, no nos hacíamos cargo en la JHSWP de las realidades que nos eran adversas, sino de los horizontes utópicos, del porvenir, del futuro, que eran todo y nada a la vez.
En los textos de Bogensee, sin embargo, el mundo seguía dividido entonces entre el capitalismo salvaje y explotador, condenado al «basurero de la historia», por un lado, y el esperanzador socialismo emergente y aún no del todo maduro, por el otro.
No había, al parecer, espacio para matices ni medias tintas ni relativismos. Se era revolucionario o contrarrevolucionario. Se estaba con el progreso social o contra él. No había sitio para quienes pensaban diferente, como la burguesía reaccionaria, la pequeña burguesía o los oportunistas democratacristianos, liberales o socialdemócratas que le hacían el juego al imperialismo.