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Continué asistiendo a las obligatorias clases de marxismo-leninismo en la Karl-Marx-Universität, pero no tardé mucho en incorporarme a la redacción del Abendzeitung, de Leipzig, como ya mencioné. Y poco después me cambié al estudio del periodismo. Alejandro Toro, un dirigente no dogmático del partido que acababa de llegar de México, aprobó mi decisión, a la que le atribuí de inmediato carácter de autorización oficial.
—Es muy compleja la situación de los camaradas en el exilio, por eso deben estudiar lo que quieran. Si usted cree que va a estar mejor estudiando otra carrera, cámbiese nomás —me dijo Toro.
Dejé, por lo tanto, de asistir a ciertas clases e incorporé otras, atendiendo con especial interés a las de historia europea. Mantuve mi trabajo en la redacción del Abendzeitung, que se editaba en un edificio del Rathausplatz. La hora de llegada era a las 5.30 a.m., por lo que tenía que tomar el tranvía de las 4.30 a.m., frente al antiguo Bayerischer Bahnhof, reducido entonces a ruinas. Así llegaba a tiempo al vespertino, que dirigía una periodista de unos cincuenta años, pelirroja y de carácter, casada con el chofer del periódico.
El tranvía viajaba lleno con obreros que dormitaban en los asientos de madera. Los carros habían sido construidos antes de la última guerra, y en las curvas soltaban unos chirridos ensordecedores y un inquietante crujido de tablas. Pese al frío, yo prefería permanecer en las plataformas abiertas que se ubicaban en ambos extremos del carro, diseño que había visto en películas sobre los nazis en los cines de Valparaíso.
Por otra parte, mi incipiente relación con Margarita, mis conversaciones con Ordoqui y algunos chilenos continuaban viento en popa. Declinaba, cada vez más, la interacción con la Jota, pues desde que había quedado en evidencia mi comprometedora amistad con Milenko, la organización había enfriado más aún las relaciones conmigo. Supongo que además la Jota no perdonaba mi decisión de abandonar el marxismo e ingresar a la carrera de periodismo sin haberla consultado.
Si bien mi decisión desafiaba la verticalidad de la organización, a mi juicio nadie tenía derecho a inmiscuirse en mis opciones. Y por fortuna mi independencia se apoyaba en una ventaja formidable: mi dominio del alemán, lo que me permitía explorar ámbitos inaccesibles para los camaradas y conocer lo que pensaban los alemanes orientales del socialismo. También proseguí mis conversaciones con Luis Moulián.
—Al socialismo lo nutre el anhelo de justicia social, pero al mismo tiempo es una religión secular —me dijo una noche, mientras tomábamos una sopa soljanka en el restaurante Mitropa de la Hauptbahnhof[16] de Leipzig—. Si lo miras bien, el cristianismo coloca la esperanza de redención en la otra vida, y eso disciplina a sus creyentes. De lo contrario, no obtienen la recompensa, que es la resurrección.
—Y el socialismo brinda la redención en esta vida —añadí yo.
—También puedes verlo de otro modo —dijo Moulián gesticulando con sus manos pálidas, que emergían de las mangas de una parka que ceñían sus muñecas. Se acarició la barba, me lanzó su mirada risueña de niño desvalido, y agregó—: El cristianismo y el marxismo son religiones que sitúan la redención humana en un horizonte remoto, donde los hombres serán hermanos, reinará la armonía y no habrá necesidades insatisfechas.
—El premio final.
—Pero ambas religiones son necesarias porque le dan sentido y orden a la vida de las personas. La vida es demasiado dura como para pasarla sin ilusiones. Pocos cumplen sus deseos y logran ser felices, y les estimula imaginar que la culpa de sus fracasos no es de ellos, sino de una fuerza diabólica externa. La gente necesita tener un bálsamo para digerir sus fracasos y a un chivo expiatorio a quien culpar. El problema en el socialismo es de otro tipo.
—¿A qué te refieres?
Encendió un cigarrillo en medio de la gran nube de humo que nos envolvía y difuminaba a los clientes del Mitropa. Un espeso olor a fritanga, a prietas, a carne asada y papas hervidas flotaba bajo las lámparas que colgaban del cielo. Unté manteca en otra rebanada de pan centeno y saboreé con gusto su acidez y textura.
Lo que afirmaba Moulián me hundía en un escepticismo mayor y se entreveraba con las heréticas reflexiones que Milenko había compartido conmigo antes de marcharse a Zagreb, atribuyéndolas a su padre. Esa coincidencia me sugería que en la izquierda exiliada había bastante gente no del todo satisfecha con el socialismo real.
—Veo en la RDA, querido amigo, a muchas personas que cumplen como autómatas los ritos del país donde les tocó crecer —dijo Moulián apuntándome con la cuchara—. Podrían vivir en Bélgica o Gales. Y creo que preferirían vivir allá antes que aquí. ¿No te parece?
—Mirando este Mitropa me siento en una taberna de la España de 1930.
—De solo haber visto el Muro y este espectáculo, uno sabe que el socialismo nació jodido, que esto jamás debió haber sido parido por Stalin porque jamás superará en prosperidad ni democracia a Occidente.
—Tal vez en unos decenios los países socialistas superen a Occidente, Lucho.
No había manera de apartar la orfandad que nos agobiaba, pero una frase me acompañó para siempre. La pronunció Moulián cuando le conté que el día del golpe de Estado se habían hecho humo del Pedagógico los dirigentes de la Jota, los mismos que, días antes, nos llamaban a defender el Gobierno de Allende por todos los medios.
Nosotros, sin embargo, con la camarada Pepa, simples militantes de base, asustados por el vuelo rasante de los Hawker Hunter sobre el campus, amenazados por el anillo de soldados con máuser que rodeaba el Pedagógico, tuvimos la entereza para descolgar los afiches con los nombres de los estudiantes del departamento de castellano e incinerar los archivos de la Jota para evitar que cayeran en manos del enemigo.
—Nunca más seas carne de cañón de nadie —me recomendó Moulián esa noche en el Mitropa.
Ignoraba en aquel momento que sus palabras, que repetiría calcadas años más tarde en La Habana el poeta disidente cubano Heberto Padilla, adquirirían relevancia decisiva para mi vida, y tal vez me la salvaron.