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La relación con Carolina se ha ido consolidando sin que nos percatáramos de ello. Sus ojos verdes de mirada limpia, su voz suave que emana de una serenidad interior, su talento para mantener en perfecto orden su vida y el estudio de Bernau, me brindan un agradable refugio en medio del desarraigo.
Si yo encuentro esa paz en Carolina, a ella le ocurre todo lo contrario conmigo: soy el factor de inestabilidad en su vida, el mensajero que trae noticias inquietantes de un reino remoto, caótico y tortuoso, donde las cosas cambian de súbito. Para mí, Carolina representa la monotonía, el reposo eterno en un mundo atemporal, donde todo está dispuesto desde el nacimiento hasta la muerte.
Carolina olvidó rápido su vivienda de Bogensee, y se siente cómoda en el estudio de la Strasse der Befreiung, que es más amplio, claro y acogedor que la mansarda. El hecho de que disponga de kitchenette, baño y una pequeña bodega en el sótano representa un gran avance con respecto a las condiciones de la escuela. Con la generosidad del enamorado, Carolina me ha invitado a vivir con ella. Por esto, me muevo entre su estudio y mi cuarto en el internado de la Nöldnerplatz. Pero el estudio es un hogar, mi cuarto solo un paradero ocasional.
El lecho, los libros y un par de mudas es todo cuanto mantengo allí. Me he convertido en un beduino: sin vivienda, dueño solo de mis pasos por el sendero que pretendo desbrozar.
Tras cinco años de estudio y trabajo en Cuba, salí de la isla con lo puesto y una maleta de plástico. Parafraseando al Marx de Das Kapital puedo afirmar que la explotación en la isla es extrema: el salario apenas alcanza para reproducir la mano de obra. Nunca he andado tan ligero de equipaje. Cuando termine el año académico en la JHSWP, estaré de nuevo en la calle o de allegado en Bernau.
Jorge Arancibia, el amigo de la UJD que me ayudó a salir de la isla, busca ahora una solución transitoria para mí. Como solo cuento con un salvoconducto para ingresar a la RDA y mi pasaporte chileno está vencido, soy un náufrago detrás del Muro.
Dos cosas al menos están claras. La primera: no debo regresar a Cuba, alternativa riesgosa, entre otras razones, por la animadversión de Cienfuegos. La segunda: no puedo cruzar al capitalismo mientras no disponga de un pasaporte vigente. Y hay una tercera: no puedo regresar a Chile debido a mi paso por Cuba y la RDA. Supongo que soy un tipo marcado por la DINA/CNI.
He encallado en la RDA, a tiro de piedra de la libertad, y carezco de techo y documentos. Como en todos los países comunistas, el Estado asigna las viviendas, proceso que exige años de paciencia. No existe el mercado inmobiliario, donde los privados puedan ofrecer o buscar un techo, porque todas las propiedades pertenecen al Estado. Solo queda postular y sentarse a esperar.
Me complemento bien con el carácter ecuánime, reservado y conciliador de Carolina. Ella tiene sus cosas y su vida en orden. Le fascina, como a Madame Bovary, leer novelas románticas, y rara vez opina sobre política. Está consciente de que goza de una posición privilegiada al ser traductora de la JHSWP. En el mejor sentido de la palabra, es una persona de confianza del Gobierno y a mí me parece demasiado ingenua en términos políticos como para serlo.
—Tremenda responsabilidad relacionarse con extranjeros del mundo capitalista —comenta una tarde de lluvia—. Porque pueden ser agentes enemigos.
—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté.
—Que yo confío en ti, y la RDA en mí.
—Gracias por esa fe redentora —repliqué sarcástico.
Carolina sonrió divertida, tal vez sorprendida de haber dicho algo original.
—Ignoro si tienes un propósito desestabilizador contra la RDA —alegó tratando de imprimirle seriedad a la conversación—. Tal vez tu amor por mí es un simulacro y solo tratas de infiltrarnos.
—¿Infiltrarlos?
—Claro.
Su sospecha me recuerda la paranoia permanente de Margarita en Cuba. ¿O es que Carolina estaba al tanto de mis nexos con Don Taylor y el cónsul cubano?
—Lo digo en serio —insistió Carolina, y la liviandad con que yo abordo la conversación me lleva a recordar la incapacidad chilena para tomarse en serio la Guerra Fría.
Carolina disimula su incertidumbre con una sonrisa melancólica.
—¿Y quién te mete eso en la cabeza? —pregunté.
—Nadie. Lo pienso por mi cuenta. Después de todo, no te conozco —dijo con sinceridad—. El mundo está dividido entre capitalismo y socialismo, y yo trabajo para el socialismo.
—Lo sé.
—Tengo un padre que es dirigente del Bauernpartei, una hermana que es oficial de la Nationale Volksarmee[33], dos hermanas en la Karl-Marx-Universität y yo pertenezco a Bogensee. Soy un objetivo interesante para el enemigo, ¿o no?
Lo ignoraba entonces, pero ahora que esa guerra terminó con el desplome del socialismo, me parece que Carolina algo de razón tenía. Su incertidumbre aún me conmueve y entristece, porque expresaba desconfianza en mí, aquella que el socialismo inoculaba contra quienes eran diferentes. Éramos una pareja separada por la desconfianza, tal como sucedió con Margarita, a quien sólo la investigación de «Barbarroja» Piñeiro libró de sus dudas iniciales.
Carolina desconfía de mí porque vengo de un país dirigido por un dictador de derecha. Me lo confiesa ruborizada. En la Guerra Fría no deja de tener razón. Cuando caiga el Muro y la gente acceda a los archivos de la Stasi, quedará en evidencia que en la RDA muchos informaban sobre sus cónyuges, padres, jefes, colegas, amigos y sobre sus pololos.
Algo de razón tiene Carolina. Pese a que me acoge en su estudio, yo no le he contado sobre mis nexos con el cónsul cubano ni el diplomático estadounidense. Ellos son parte de mis secretos. No los revelo, pues si Carolina los comentara con sus colegas, tarde o temprano llegaría la Stasi a golpear a nuestra puerta, arruinando nuestra apacible existencia.
Lo que perjudica a partir de ahora su carrera profesional es precisamente su romance conmigo. A los funcionarios de la RDA les está prohibido mantener una relación íntima con extranjeros, porque ella puede poner en riesgo la seguridad nacional.
El argumento es simple: un vínculo de ese tipo alberga la posibilidad de que un día el ciudadano solicite dejar la RDA para irse al capitalismo. Ese solo evento comienza a congelar el ascenso profesional del funcionario. Si me llevo la mano al pecho, tengo que admitir que cuando Chile recupere la democracia, Carolina puede aspirar a marcharse conmigo de la RDA, al menos por un tiempo.
Pero no es la primera vez que ella juega con fuego. Hasta hace poco ha sido novia de un estudiante de Egipto, país prioritario en la política exterior de la RDA. Egipto y Siria son, como me enteraré años después, plataformas predilectas para la labor de inteligencia que Markus Wolf y sus cuatro mil agentes impulsan en el mundo árabe.
No soy yo, por lo tanto, el primero ni el único que puede entorpecer sus perspectivas profesionales. Lo esperanzador estriba en que, pese al vínculo amoroso con un egipcio y ahora conmigo, ella no ha visto menoscabada su posición en la escuela.
—Un día te van a pasar la cuenta —le advierto.
—Así es el amor —dice ella tranquilamente, mientras remienda los puntos de una media—. Pero no me torcerán la mano con tanta facilidad.
Son placenteras las tardes en que regresamos de la JHSWP a Bernau en el viejo Ikarus atestado de profesores. Después de mudarnos de ropa, vamos a un restaurante cercano o bien asamos salchichas y bebemos vino búlgaro escuchando música en el balcón. Luego vemos las noticias. Las noticias de Occidente y también las de la RDA para saber de qué hablar y qué callar en el socialismo.
Cerramos el día tratando de conciliar el sueño mientras, no lejos de allí, en el regimiento soviético, los soldados entonan sus himnos del crepúsculo.