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Una noche de invierno, cuando viajaba en el S-Bahn desde Berlín Oriental hacia Bernau, un viejo borracho usó el concepto que el Gobierno del SED no quería ver mencionado en ninguna parte. Era tarde.
El viejo pronunció la palabra Mauer. Llevaba un abrigo sucio y descosido, y un maletín abierto por cuya boca se asomaban los cuellos de seis botellas de cerveza. El alcoholismo fue uno de los mayores problemas de la RDA. La falta de perspectivas, la represión y el encierro ciudadano empujaban a muchos a la cerveza, el Schnaps y el vodka.
En cuanto el viejo vio subir al uniformado del Regimiento Félix Dzerzhinsky, a cargo, entre otras cosas, del resguardo de la frontera, se puso de pie, se acercó a él y le gritó en la cara, ante el estupor de los pasajeros:
—Nieder mit der Mauer![55]
La palabra Mauer no existía en el lenguaje oficial de la RDA, pero tampoco en la literatura ni en el cine, ni en las noticias ni en las conversaciones públicas. Emplearla implicaba recibir una sanción pues era, por definición, un concepto del enemigo de clase. Para referirse al Muro, algo que rara vez ocurría, el concepto a utilizar era «valla de protección antifascista». Cuesta imaginar a un Estado que durante toda su existencia se negó a mencionar la palabra que se refiere al principal instrumento que permitió su existencia. Otra palabra inexistente en la vida pública de la RDA era «oposición».
—Nieder mit der Mauer! —volvió a gritar el viejo y se sentó frente al soldado—. Mörder! Mörder! Mörder![56]
Consternados, los pasajeros no pudimos creer lo que ocurría. Sabíamos qué pasaría a continuación: el soldado del cuerpo de élite pediría refuerzos en alguna estación y el pobre anciano terminaría sus días en la prisión política de Hohenschönhausen. En la RDA nadie se atrevía a tocar a un uniformado ni con el pétalo de una rosa, y menos a un efectivo del Wachregiment Félix Dzerzhinsky, responsable también de la seguridad de la dirigencia.
Sentí miedo. No quería observar aquello que supuse tendría lugar en el carro, que cerró sus puertas y reanudó su marcha hacia el Este en medio de la noche brandenburguesa. Yo había visto en Chile el desplazamiento de agentes de la DINA en carros sin patente por Viña del Mar, y aún recordaba el temor y el silencio que dejaban flotando a su paso.
En La Habana vi a la policía civil llevarse detenido a un tipo, tal vez desequilibrado mental, que de pronto comenzó a gritar en una calle de El Vedado. Afirmaba que la salud y la educación gratuitas eran una estafa en Cuba, pues todos las pagábamos a través de los salarios de miseria que recibíamos.
En cosa de minutos llegó un Lada del cual descendieron hombres de civil que arrastraron al infortunado al interior del vehículo. Nadie se movió ni dijo algo en toda la calle. Nos quedamos simplemente mudos, contemplando aquello. Me pareció que hasta los pájaros en los techos guardaron silencio en ese instante. El Lada se alejó veloz y la calle pareció volver de pronto a la rutina, aunque ya nada era igual.
Pero el soldado alemán, tal vez demasiado joven y extenuado por el turno del día, y a la vez sorprendido por el inesperado embate del anciano, y considerando que los pasajeros del carro se limitaban a observar la escena en silencio, como si aquello fuese un sueño, una pesadilla de la cual se anhela despertar, optó por permanecer inmóvil y callado, simulando auscultar la noche a través de la ventanilla que, como si se hubiese confabulado en su contra, le devolvía su imagen y la del borracho que lo insultaba.
—¡Abajo el Muro! Mörder! —repetía el viejo lleno de ira y resentimiento.
Yo iba de pie, a pasos de ellos, mientras el tren traqueteaba y se bamboleaba frenético, como poniendo una diabólica música de fondo a la escena. Recuerdo los ojos verdes muy abiertos del soldado, sus mejillas rosadas y afeitadas, casi de adolescente, su gorra inclinada sobre el lado izquierdo del rostro, el cinturón negro que ajustaba el uniforme verde a su cuerpo esbelto, la hoz y el martillo plateados brillando en la cima de la gorra.
El viejo se sentó ahora frente a él, enfurecido, envalentonado por el alcohol que había bebido en demasía. El maletín con las botellas de cerveza descansaba sobre sus rodillas. Gritó de nuevo acercando su rostro al del soldado, repitiéndole que era un asesino. Recuerdo la mirada acobardada del joven, su temor a que pudiese estallar un altercado grave en el carro. Imagino que se preguntaba si no había llegado la hora de responderle al borracho. Pero el viejo era demasiado viejo para entramparse en una discusión con él, y estaba demasiado borracho como para propinarle un empujón o un puntapié.
Lo dramático de la escena radicaba en que la palabra Mörder que pronunciaba el viejo aludía a una realidad ratificada por las cerca de doscientas personas acribilladas mientras trataban de cruzar el Muro para llegar a la libertad. Y eso era algo que sabían los pasajeros del carro, y lo sabía yo como extranjero y, lo más delicado, lo sabía el soldado.
Probablemente, hasta ese instante no había tenido que disparar su AK-47 contra compatriota alguno en la franja de la muerte, pero por el solo hecho de integrar un regimiento especializado en reprimir, estaba siempre dispuesto a hacerlo contra quien pretendiera escapar del socialismo. Esa condición lo convertía en un asesino potencial. El viejo no dejaba de tener razón.
Miré al viejo, que no le quitaba los ojos de encima al guarda fronteras, que a su vez miraba hacia afuera como si el viejo no hablase con él sino con otra persona, y supuse que el viejo había sido encarcelado alguna vez por intentar la Republikflucht, la fuga de la República. Pero el odio que advertí en sus ojos y su voz trémula, me llevaron a concluir que no gritaba por sí mismo, sino por alguien querido, tal vez un hijo o un nieto, que quedó tendido para siempre entre el Muro y las alambradas de púas de la franja de la muerte.
Al guardafrontera no le quedó más que descender en una estación y dejar el carro en poder del viejo, que siguió bebiendo, ya tranquilo, dueño del espacio, sin que nadie le dirigiese una palabra de aliento o censura por su conducta.
Creo que la escena del S-Bahn fue premonitoria y reveló lo que se estaba incubando bajo la superficie de la RDA, y que el pueblo alemán expresaría en forma pacífica y masiva contra el régimen comunista el 9 de noviembre de 1989.