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No todo era evidente en la Escuela Wilhelm Pieck. Recuerdo las conversaciones con un médico internista, de apellido Gallow, que era un tipo afable y risueño. Algo doblegado por los años, aún vive en las inmediaciones del pueblo de Wandlitz.
Solía mostrarse sarcástico ante el fracaso del socialismo. Tenía un sello aristocrático que le gustaba enfatizar. Para él, quienes vivíamos en el socialismo, él incluido, éramos unos pobres diablos, gente encerrada y completamente abandonada a su suerte por Dios y la historia.
—No sé qué busca usted entre esta masa tercermundista —me dijo un día, admirado de que alguien de un país remoto hablara alemán sin acento—. Usted sabe a qué me refiero. Usted no tiene nada que hacer entre afganos, angoleños, mongoles y sirios. Voy a suponer que lo hace de puro estrafalario.
El doctor Gallow reía con las manos en los bolsillos de su bata impecable, gozando del asombro que me causaban sus palabras. Supuse que si se atrevía a afirmar tales cosas informaba quizá a la Stasi sobre los alumnos en la JHSWP.
—Yo que usted —continuó el doctor, que habitaba una espaciosa casa en Wandlitz y era el alemán oriental más feliz que conocí— me voy mañana mismo de aquí. No sé qué hace entre estos, perdóneme la franqueza, bárbaros que viven de mis impuestos.
—Bueno, es gente muy interesante, que tiene mucha historia.
—No nos movamos a engaño, mi amigo. Usted estudió en un colegio alemán, sé que en Chile hay muchos alemanes, y entiende de qué estoy hablando. Esta escuela no es, permítame decírselo con todo respeto, una buena dirección para alguien con don de gente, como usted.
¿Nos estarían grabando? ¿O es que el doctor Gallow se sentía seguro en su consulta, y le gustaba provocar a diestra y siniestra? Recuerdo haber conocido a gente así en el socialismo, pero eran personas que estaban hartas del sistema y se jugaban el todo por el todo, incluso la cárcel, con tal de que los desterrasen por incorregibles.
—Aquí hay revolucionarios de todo el planeta con admirables trayectorias —insistí.
—¡Pero, por favor! —Extendió los brazos lanzando una mirada al cielo—. Seamos serios. ¿Qué va a aprender usted de unos libros del siglo pasado? Vamos, usted sabe que todo eso son payasadas que no valen ni el papel en que están impresas. El mundo no marcha hacia el siglo XIX, sino hacia una revolución científica y tecnológica que barrerá con toda esa filosofía socialista igualitaria que solo promueve y premia la mediocridad.
—El socialismo se pondrá a la vanguardia mundial del desarrollo científico y tecnológico —dije yo, aunque no sé por qué, pues ya no creía en eso.
—No me haga reír, por favor. La tecnología de punta del socialismo no la emplean en Occidente ni en los juguetes para niños. El socialismo está haciendo un papelón que solo empeorará. Cosa que no me sorprende si pensamos que el presidente de este país es un techador. ¡Imagínese, te-cha-dor! ¿Lo sabía?
—No, en verdad, no lo sabía.
—Y el segundo en la jerarquía es carpintero ¡Car-pin-te-ro! Techadores y carpinteros en la cima de nuestro Estado, mientras que al lado son doctores en Economía, Ingeniería o Derecho, graduados en las mejores universidades del mundo. Estamos perdidos, querido amigo.
El doctor se refería a Honecker, que en efecto era techador. El carpintero era, según recuerdo, Mielke, el siniestro ministro de la Seguridad del Estado. El socialismo idealizaba el conocimiento y organización de la clase obrera, porque, a juicio de Marx, ella se pondría en todos los países a la cabeza de la revolución mediante la dictadura del proletariado. El barbudo de Tréveris no podía imaginar en el siglo XIX la complejidad que alcanzaría la sociedad del conocimiento, desde luego.
—No estoy tan seguro de que sea una desventaja —reclamé buscando conceptos de mi bagaje marxista-leninista—. El socialismo impulsa el desarrollo de las fuerzas productivas gracias al carácter colectivo de su propiedad, mientras que el capitalismo, por las contradicciones entre obreros y burguesía, los frena.
Gallow hizo un gesto despectivo con una mano, me miró decepcionado y volvió a sonreír. Luego, apuntándome con el índice, dijo:
—Las respuestas que usted busca están en Occidente, mi amigo, no por estos lados. La estepa siberiana jamás ha enseñado nada valioso a Europa Occidental o a Estados Unidos. Al otro lado es donde están los países a los cuales usted debe ir a aprender en lugar de, discúlpeme, quedarse en sitios atrapados en los años treinta, como nuestra querida RDA.
¿Me quería involucrar en problemas para hacerme la vida más difícil? Pensé en el cónsul cubano, que no había vuelto a ver, en el tipo de la embajada de EE.UU., que había desaparecido en una estación del S-Bahn, y en mis clases de marxismo-leninismo, donde estudiábamos la revolución de 1848 y cómo los bolcheviques le habían doblado la mano a los mencheviques, pero donde no se hablaba de Stalin.
¿Qué se responde a un doctor Gallow? Es la eterna pregunta que uno se plantea en un país socialista. ¿Correspondía enfrentar ideológicamente al provocador, o más bien ignorarlo, o simplemente denunciarlo ante el SED, la FDJ o la Stasi?
—Bueno, doctor Gallow —dije tomando mi receta para el resfrío que me había llevado a su consulta—. Tengo que volver a clases.
—Entiendo, entiendo —desenfundó las manos de la bata sin dejar de sonreír—. Pero mientras ande por aquí perdiendo el tiempo en esos manuales que no sirven para nada, no se olvide de lo que decía Goethe, mi amigo: «Grau ist jede Theorie».[34]