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A Berlín Este lo asocio hasta hoy con derruidas estaciones de trenes, locomotoras a carbón que pasan escupiendo nubes negras, muros desconchados, poderosos focos de luz sobre la franja de la muerte, calles adoquinadas en las que flota el olor a carbón de hulla y vehículos de fibra plástica que suenan como motonetas viejas.
Es injusto, sin embargo, relacionar a la capital de la RDA solo con eso. Sería presentar mi vida allí como un calvario, como un tormento infinito. Lo cierto es que ahí también gocé de bellas amistades y apasionados romances, de acogedoras reuniones tejidas con madejas de confianza mutua, que nos permitían platicar de muchas cosas, aunque siempre con el temor de que la Stasi pudiera estar escuchando.
También fueron años en que formé una discoteca de música clásica con la sólida oferta de Amiga, la casa discográfica de la RDA, en que asistí a conciertos y a teatros. Tenía tiempo para escuchar a Beethoven, Mahler o Sibelius, mientras escribía en el estudio de Carolina, y veía, a través del balcón recargado de floridos maceteros, el regimiento soviético que se alzaba más allá de la línea del tren que viajaba a Varsovia y Moscú.
Fueron años en que disfruté de los grandes novelistas del siglo XIX —Proust, Dostoievski, Gogol, Chéjov, Tolstói, Balzac y Zola—, y de gigantes del XX como Kafka, Thomas Mann y Faulkner, aunque poco o nada pude leer de autores censurados como Bulgákov, Solyenitzin, Semprún, Grass, Heym o Kundera. El siglo XIX vivía en los países socialistas a través del arte, la historia y la literatura. No así el siglo XX, no así la Europa Occidental o EE.UU. de la posguerra.
Fue igualmente una etapa de reflexión e incertidumbre compartida con amigos, en la que nos preguntábamos sobre el futuro del mundo, del socialismo, las relaciones entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, y el sentido de la vida. En aquella sociedad cerrada y estratificada, en que no circulaban ni los libros ni las películas críticas al socialismo, surgía la necesidad de sentarse en torno a un buen vino búlgaro a platicar sobre lo que nos inquietaba. Había un tiempo de ocio que el socialismo regalaba a los intelectuales y que buscaban con ahínco los profesionales interesados en los asuntos políticos. Pocas veces he vuelto a disfrutar en Occidente de esos conciliábulos semiclandestinos, en los cuales, junto con comer y beber, nos deleitábamos especulando.
En esas reuniones me enteré de que los creyentes en la RDA no eran tan mal vistos como en Cuba. Sufrían, en todo caso, una discriminación laboral y en los estudios que era sistemática, silenciosa, pero no visceral como sucedía en la isla. En Cuba se los calificaba de «rémoras del pasado» y se suponía que gradualmente irían asumiendo la visión científica del mundo, el marxismo-leninismo. Lo mismo ocurría con los gays, considerados en la isla una aberración y expresión de inmoralidad contrarrevolucionaria, que debía ser enfrentada y reformada con terapias de trabajo intensivo.
No tuve la impresión de que a los gays en la RDA se los reprimiera con la misma saña que en Cuba. Ser un hombre revolucionario en la isla era ser en primer lugar heterosexual, cojonudo, intransigente, valeroso, macho y recio, lo que debía demostrarse con la voz gruesa, el vocabulario soez, gestos viriles y la conquista incesante de hembras. En la RDA, en cambio, no se divulgaba ni siquiera el adjetivo revolucionario como cualidad deseable, y la conducta «viril» no se exigía en los discursos públicos como esencia del comunista o revolucionario.
Algunos cristianos alemanes, conscientes de que eran discriminados al postular a las carreras universitarias y puestos de trabajo, buscaban alero en el partido CDU, que unía a los cristianos que apoyaban a la RDA. Mis amigos comentaban que el partido supuestamente cristiano fue fundado por el SED solo para atraer a ese tipo de creyentes. Inscribirse en él equivalía a confesar que uno no era ateo ni comunista, pero que reconocía el papel rector del SED en la sociedad, lo que estaba por lo demás establecido en la Constitución del país.
Allá, en la RDA, conocí a pocos cristianos. Muchos preferían simular que eran marxistas para no verse perjudicados socialmente. Años más tarde, la canciller federal de la Alemania reunificada, Angela Merkel, escribirá en sus memorias sobre la discriminación que sufrió en el totalitarismo de la RDA por ser creyente.
Para nosotros, alumnos de la escuela de Bogensee, esos abusos no eran tema. Por el contrario, en el Monasterio Rojo abrazábamos con entusiasmo la ideología de Marx y Lenin, motor y objetivo de nuestros estudios, la ciencia social por antonomasia, la teoría «todopoderosa», oleada y sacramentada por Moscú, la que estaba por sobre todo y todos, y nos conduciría a la victoria final.