86

Carolina me observa desde el fondo del estudio cuando abro la puerta. Por su mirada, que de pronto se apaga y se vuelve triste, intuyo que ha detectado el fulgor indisimulable y al mismo tiempo nostálgico de la mía. Mis ojos no pueden ocultarlo. Ella sabe por qué fui a Amsterdam y que, ya con pasaporte, soy un hombre libre e independiente para definir mi destino.

Intuye que se aproxima el fin de mi tiempo en el estudio de Bernau, donde cuelgan grabados de Santos Chávez y René Portocarrero, y hemos tratado de ser felices; ese estudio que queda entre la línea del tren a Varsovia y la parada del Ikarus que la lleva a diario a la escuela de Bogensee. Carolina percibe que el beduino continuará su marcha por la diáspora, que ahora va al otro lado del Muro, a un mundo que está irremediablemente fuera de su alcance.

Nada de esto constituye novedad para ella. Sus padres, hermanas, familiares y amigas se lo advirtieron hace mucho: nada más ingrato que el amor de un extranjero de un país capitalista que cruza el Muro, se radica en Occidente y nunca más regresa. Debiste haberlo sabido, querida hija, te lo advertimos, amada hermana, los seres libres son diferentes a nosotros, no viven atados a fronteras ni a autorizaciones de partidos.

¿Me habrá sido infiel?, me pregunto ahora que cierro a mis espaldas la puerta del estudio, y lo pienso como si el acariciar esa posibilidad, cuando se aproxima mi partida definitiva, fuese relevante. ¿Habrá tenido Carolina alguna aventura que no me confesó como yo no confesé las mías? A la Wilhelm Pieck llegan apuestos jóvenes de todo el mundo, revolucionarios de labia fácil y conducta resuelta, que se presentan como la voz de sus pueblos y entornan los ojos al pronunciar las palabras pueblo y revolución, y alzan el puño anunciando su disposición a morir por la causa proletaria.

Muchas de las jóvenes alemanas, que nunca han atravesado el Muro, quedan hechizadas de solo escuchar a los revolucionarios que mañana conquistarán el mundo, que ingresarán por la puerta ancha a la historia y que —con barba y melena, y mirada de mártir— parecen un Cristo dispuesto a inmolarse por un mundo mejor para todos.

Ojalá Carolina me haya sido infiel, pienso mientras termino de cerrar la puerta y poso con lentitud mi mochila en el suelo. Ojalá se haya sentido atraída por otro hombre en algún momento, al menos por uno que aún estudie y le ofrezca una alternativa más apasionada y responsable que la mía, una opción que la incorpore e implique continuar viviendo en la RDA; de lo contrario sufrirá tratando de conseguir visa para sortear el Muro. Ojalá ya no crea en mí ni me ame como al inicio, me digo mientras atravieso el estudio con los brazos extendidos, y la abrazo y la beso en la mejilla.

—Podríamos ser tan felices en la RDA —solloza, sin apartarse de mí.

—Tengo que irme —replico yo, oprimiéndola contra mi pecho.

—Podríamos ser tan felices aquí. Tengo un excelente trabajo, tú ganas una fortuna como intérprete, te publicarán tus libros y pronto serás doctor en Filosofía. Estoy segura de que la FDJ me asignará un departamento si nos casamos. ¿Qué más quieres?

—Carolina, yo necesito volver a Occidente.

—Y tener hijos, trabajar —continúa ella, sin soltar mis brazos, hablándome al oído—. Pero ahora arrojas todo por la borda. No logro entenderte. ¿Es que ya no me amas?

Tomo asiento en el sofá-cama que desplegamos cada noche. Me angustia su lógica, que se sustenta en el amor. Ella me sigue amando. Yo no sé si aún la amo. ¿Qué le ocurre al amor cuando una obsesión lo triza? Es probable que mi relación secreta con Isabella, la periodista del Junge Welt que vivió en la Oderbergstrasse de la RDA, facilite mi ruptura. Pero como Carolina probablemente me ha sido fiel mientras he planificado mi regreso a la libertad, sufrirá más que yo con la repentina separación que se perfila.

—No puedes entenderme —respondo.

Ella se sienta a mi lado. El sofá cruje. El sol comienza a caer, inundando el estudio de un melancólico tono ocre.

—Tienes que poder explicarte —dice Carolina.

Es su alma alemana la que me exige lógica. Es Kant quien lo demanda, ese Kant que los alemanes llevan en la sangre. Yo, a lo más, podría responderle con la pasión romántica de un Schiller. Pero Carolina no está hoy para poesía.

—¿Te vas en busca de qué al otro lado? —pregunta con ojos deslavados, que conjugan decepción y alarma—. ¿No eras un revolucionario que estaba contra Pinochet? ¿Y ahora te vendes al revanchismo germano-federal, que odia a la RDA?

—No me vendo. Nadie me paga. Tengo que escoger.

—¿Escoger entre qué?

—Entre la libertad y…

—¿Entre la libertad y mi persona? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Entre la libertad y mi amor? ¿Entre la libertad y el cumplimiento de tus promesas de amor, de casarnos, tener hijos, formar una familia? ¿Vas a dejar todo lo que es real y concreto por un vago deseo de marcharte a una quimera?

No respondo. Solo asiento con la cabeza, mirando la mesa de centro donde reposa un plato de arcilla negra de Quinchamalí.

—¿Me dejarás a mí y dejarás todo lo que has alcanzado en la RDA por esa ilusión de irte a la libertad? Estás enfermo. Millones sueñan con alcanzar lo que tú ya tienes aquí.

—Aunque sea así, lo dejaré. Comenzaré de nuevo —murmuro—. Al otro lado.

—Eres un cobarde —dice, y rompe en sollozos, untando las lágrimas en un pañuelo que ha salido de no sé dónde.

—No soy un cobarde, y no te permito que me llames así.

—Eres un cobarde —repite y se pone de pie y se pasea por la sala—. Y te lo repito con todas las letras: co-bar-de.

—No lo soy.

—Lo eres. Y además me engañaste. Me hablaste de hijos y familia, de tener un futuro común.

—Lo siento, Carolina.

—¿Es que ya no me amas? —me clava sus bellos ojos verdes, ahora implorantes—. Dímelo.

—Te sigo amando.

—¿Y entonces?

Sé lo que tengo que decir. Se me ha enroscado por mucho tiempo como una víbora en el alma, pero no me atrevo a pronunciarlo, pues es demasiado hiriente y doloroso, demasiado terrible y ofensivo para decírselo a alguien.

—¿Me sigues amando o no?

—Te sigo amando, Carolina.

—¿Y entonces? —Se aferra a su pañuelo como a una esperanza—. ¿Es que ya no quieres tener un hijo conmigo?

—No puedo tener un hijo prisionero —exclamo—. Lo siento, Carolina, pero no puedo.

—¿Qué estás diciendo? —El dolor cede ahora terreno a la sorpresa y la irritación en ella. Frunce el ceño, sacude la desconsolada cabeza y estruja el pañuelo—. Te juro que no entiendo.

—La verdad es que no tendría corazón para explicarle a un niño, que yo traje al mundo, que va a vivir en una cárcel hasta que cumpla sesenta y cinco años.

Sé que es terrible y doloroso lo que mencioné, pero es lo que siento. No sería capaz sencillamente de echar al mundo a un hijo detrás del Muro.

—Pero ¿te das cuenta de lo que dices?

—Vengo de otra cultura y temperamento, Carolina. Mi gente nunca construiría un muro para encerrarse a sí misma.

Ahora soy yo quien llora. Lloro porque es cruel e inhumano lo que le he dicho a Carolina. Es cruel hacia su familia, hacia ese hijo que nunca vendrá y hacia ella. Siento que Carolina se retuerce en una hoguera de furia, decepción y tristeza, demolida por mis palabras. Ella sabe que es cierto lo que acabo de plantear. No puede negarlo. Lo sabe tan bien como yo y todos los germano-orientales.

—Entonces, ¿no podrías ser padre de un hijo con una persona como yo? ¿De alguien que te ama? —pregunta incrédula, llorosa—. ¿No quieres tener un hijo esclavo con una mujer esclava?

—Te suplico que no lo digas de forma tan brutal.

—Tú me lo has dado a entender

Me falta el aire. Tiemblo. La cabeza me da vueltas. Destruí esa relación de años con un par de palabras que jamás debí haber pronunciado.

—¿Es así o no? —grita ella, fuera de sí.

—Escucha, Carolina —continúo con voz pausada—: Lo que pasa es que no tendría coraje para mirar a los ojos a ese hijo el día en que tenga que explicarle que no puede cruzar el Muro, y su padre sí. Me fallaría la fuerza para decirle que yo merezco ver el resto del mundo y él no, y que es justo que el sistema en el cual vive así lo imponga. ¿Cómo arrullas por la noche a un niño al que le haces eso, Carolina?

Ella vuelve a sentarse, ahora frente a mí, con las piernas juntas y los brazos apoyados en las rodillas, el pañuelo hecho un nudo entre las manos, la barbilla trémula, cabizbaja.

Yo bajo la vista. Y entonces escucho que Carolina me pregunta algo desgarrador:

—¿Te quedarías conmigo si te juro que no seré madre detrás del Muro?

Detrás del Muro
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