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La rutina en la Humboldt-Universität de Berlín Este era atractiva, relajada y variada, a diferencia de lo que ocurría con la masa estudiantil de pregrado.
El aspirante a doctor en la RDA disfrutaba de una condición privilegiada y gratuita: se dedicaba a investigar, leer y escribir. Vivía en el paraíso. El apacible ritmo de aquellos días —comparado con el que tuve que adoptar para alcanzar el MA y el PHD en Estados Unidos, donde junto con estudiar enseñaba para mantener a la familia— era un obsequio de ocio infinito con que el Estado socialista nos premiaba y exigía lealtad, desde luego.
Pese a que como aspirante a doctor dispuse de un cuarto en un internado de la Humboldt-Universität, próximo a la estación del S-Bahn de la Nöldnerplatz, continué pasando la mayor parte del tiempo en el estudio de Carolina, en Bernau.
En el barrio en torno a la Nöldnerplatz había calles adoquinadas, edificios de muros sin revoque y construcciones prefabricadas. Había también un establecimiento que llenaba de vida el sector: una panadería privada en una casa prácticamente en ruinas. Los panaderos eran un entusiasta matrimonio de emprendedores que cada mañana ofrecían el mejor pan blanco y centeno en muchas cuadras a la redonda.
Hasta ese sitio acudía yo indefectiblemente cuando despertaba en la Nöldnerplatz. Compraba Schrippchen calentitos y Pfannkuchen, y volvía al cuarto a preparar una taza de sucedáneo de café; así animaba la mañana con el desayuno y la lectura de textos. Disfrutaba esa soledad matinal contemplando los techos circundantes y el humo de las chimeneas que ensuciaban aún más el cielo siempre gris y encapotado de Berlín.
A pesar de la tranquilidad, nunca logré escribir una sola línea en el sosiego de ese cuarto. Todo lo que escribí en la RDA, que fue mucho, lo hice en el acogedor estudio de Carolina, empleando la Olivetti Lettera que me regaló mi padre cuando cumplí quince años, y que me ha seguido desde entonces por todos los países donde he vivido. Extraño: mi primer libro de cuentos lo escribí en un edificio de ancianos, que miraba hacia la línea del tren que corría a Varsovia y un regimiento soviético que almacenaba misiles SS-20.
Tuve suerte, además, de establecer una excelente relación con el profesor Dill, de modo que me uní al grupo de doctorandos que sesionaba semanalmente en su departamento. Discutíamos sobre autores censurados por la dogmática del PSUA mientras tomábamos té en tazas de porcelana china o vino francés en copas de cristal, acompañados de queso, baguettes y aceitunas.
Allí leímos y debatimos sobre Mijail Bajtín, Isaiah Berlin, Octavio Paz, Antonio Gramsci, Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa. Era un grupo antidogmático que celebraba discusiones sobre cultura y estética, en las cuales el estilo impositivo y declamatorio de la JHSWP servía de poco. Dill era un conocedor profundo de los textos de Marx, y solía citarlos de memoria y aplicarlos de manera convincente.
Disfrutábamos esas reuniones pletóricas de una libertad académica desconocida en la Humboldt-Universität. Y un detalle esencial: Dill excluía por completo a Lenin de su seminario. En su opinión, el ruso era un materialista ramplón que no estaba a la altura intelectual de Marx, y sus textos apenas servían para activistas principiantes del SED.
Años después, cuando el Muro ya no existía, y los germanoorientales viajaban por el mundo, Hans-Otto Dill y Gerda llegaron a mi casa en Viña del Mar. Se instalaron en el tercer piso, en una suite para amigos que colinda con mi estudio. Desde allí se tiene una panorámica soberbia de la bahía. Ambos recorrieron Valparaíso y quedaron cautivados por su decadencia y las antiguas mansiones de madera, y por el potencial turístico de la ciudad, todo ello en una época en que aún no se iniciaba ni la restauración de los cerros Alegre y Concepción.
Tras la reunificación, Dill se tornó más consciente de la contribución de la cultura alemana al mundo, y disfrutaba los viajes que antes solo podía hacer intelectualmente. Estaba jubilado, ya no militaba en el SED, y por primera vez en su vida era plenamente independiente. Había navegado del marxismo de la época de la RDA a un humanismo neomarxista, no dogmático, a ratos algo jacobino. Admiraba los procesos de mestizaje de América Latina y conservaba una simpatía particular por la Revolución cubana, a la que conocía desde sus inicios.
Pese a nuestras diferencias políticas, cultivamos hasta hoy la amistad en la distancia, y seguimos hablando de Von Humboldt, Martí, Baudelaire y Bajtín, y de un pasado que nos unió por iniciativa de Carlos Cerda.
Y en verdad, el novelista chileno jugó un rol particular en esto. Hablo de 1980. Él seguía militando en el Partido Comunista chileno a pesar de que era demasiado ducho en política internacional como para creer que el comunismo fuera a triunfar a nivel mundial. A su juicio, el socialismo representaba un empobrecimiento material, democrático y cultural de Occidente. En Berlín Este disfrutaba de un privilegio al que solo accedían escasos chilenos y dirigentes del SED: portaba pasaporte con visa de entrada y salida permanente de la RDA.
Nunca logré averiguar si aquel privilegio se lo debía al CHAF, la oficina de Pankow que administraba la vida de los chilenos en la RDA, o a la influencia del padre de su pareja, una preciosa alemana de aspecto latino. El padre de ella era el jefe máximo (Präsident) de la Volkspolizei de Berlín Este, un cargo de vital importancia para la seguridad del país.
En todo caso, Carlos contaba con el apoyo de alguien poderoso para disponer de un documento que le permitía cruzar el Muro cuando quisiera y, desde luego, eludía inteligentemente hablar del tema.
Pero si había llegado como comunista convencido a la RDA, marcado además por la experiencia del Gobierno de la Unidad Popular y el golpe, el hecho de vivir exiliado en Alemania del Este y poder cruzar a Berlín Oeste lo convencieron pronto de que su sistema ideal no brindaba las libertades ni el bienestar de Occidente, y de que el socialismo perdía jornada tras jornada la lucha frente al capitalismo.
Carlos estaba al tanto de mi desencanto del socialismo en Cuba, de mi renuncia en 1976 a la Jota y de mi amistad con el poeta disidente Heberto Padilla, y pese a ello me apadrinó ante Dill con generosidad y respeto. Era un comunista liberal, si es que cabe hablar de algo semejante.
Su novela Morir en Berlín expresaría años más tarde lo que vivimos en el socialismo real: el arbitrario control de los chilenos por parte del CHAF, una organización integrada por dirigentes de la Unidad Popular y visada por la Stasi, que decidía la vida de los compatriotas. Eran ellos quienes autorizaban o denegaban a los exiliados chilenos permisos para casarse o viajar al extranjero; y eran ellos quienes repartían las becas, las viviendas y los puestos de trabajo estatales. Todo eso tenía lugar en un CHAF donde reinaba un ambiente de secretismo y superioridad moral, pues sus prácticas contaban con el respaldo del SED.
A menudo solíamos preguntarnos con Carlos Cerda sobre la vida que habríamos tenido si gente como la que regía el CHAF hubiese dirigido el Chile socialista. Lo que en el fondo ventilábamos en nuestros paseos a pie o en su Volkswagen por Berlín Este era el temor que siente el intelectual frente al poder totalitario, cuya consecución era la meta de los partidos marxistas-leninistas, como bien lo enseñaba la escuela de Bogensee.