13

Desde mi cuarto del internado de la Strasse des 18. Oktober, que compartía con el invisible príncipe de Mali, seguí las relaciones con los militantes de la Jota. Supuse que hasta Sajonia no habían llegado todavía los mensajes persecutorios de Palomo.

El príncipe africano poco aparecía por el cuarto que compartíamos, pero a veces encontraba indicios de sus irregulares visitas: una camisa de seda goteando desde la manilla de una puerta, restos de comida en un plato bajo la cama, una túnica floreada en el baño. Era como si de ese modo Sejourné marcase territorio, me hiciera saber que estaba al tanto de mis pasos y expresase su absoluto desinterés por conocerme.

Era un joven negro de ojos achinados, de dos metros de altura y con una voluminosa melena, a lo Angela Davis, que cruzaba con dos palillos de oro macizo. Solo se despojaba de su largo abrigo de cachemira para acostarse, y debajo de él llevaba una colorida túnica de lino. Desde un comienzo me hizo saber que era un príncipe, que en África disponía de sirvientes, asesores y cortesanos, y que no podía andar perdiendo el tiempo con un imberbe plebeyo chileno.

Lo suyo, subrayaba, era de élite: en Leipzig solo se reunía con cineastas, pintores e intelectuales de enjundia. Pontificaba sobre la relevancia planetaria del modelo económico de Mali y afirmaba que su socialismo era ejemplar para el continente y Europa, en especial para Francia, adonde viajaba a menudo.

—Escucha, chileno, gente de mi estirpe gobierna Mali, y por eso solo me relaciono con seres superiores, no con estudiantes corrientes —me aclaró una noche mientras sintonizaba una emisora germano-occidental en su cama.

—Yo no sería tan selectivo —apostillé.

—¿Eres tú acaso príncipe o cacique de tu país?

—Soy solo un esforzado estudiante.

—¿Conoces a los líderes de tu país?

—Hay una dictadura en Chile, Sejourné. ¿Cómo voy a ser amigo de ellos?

—Me refiero al Gobierno del doctor Allendé. ¿Conocías al doctor Allendé?

—En verdad, no.

—Entonces, ya sabes de qué hablo.

Siguió buscando en el dial de la radiocasete. Solo escuchaba emisoras occidentales.

—Lo único que sé de Chile es que el doctor Allendé murió por creer que el socialismo se construye con votos. Por ingenuo se merecía lo que le pasó, y lo digo con el respeto que me merecen quienes partieron de este mundo. Pero hasta un aficionado al marxismo sabe que la burguesía jamás entrega el poder impresionada por un puñado de votos.

Sospecho que el príncipe servía fundamentalmente de suministrador de Chivas Regal y conservas occidentales a las personas con quienes se encontraba, porque disponía de valuta. Era el anhelo de los que frecuentaban los intershops, tiendas estatales que ofrecían en divisas productos del capitalismo, desde barras de chocolate hasta detergentes, desde vino francés hasta latas de Coca-Cola, desde radiocasetes hasta televisores en color, pasando por jeans y medias panty.

En este ambiente enrarecido del internado fui conociendo más a los camaradas. Algunos residían en la RDA desde antes del golpe de Estado. En general, parecían satisfechos: dormían en el internado, se habían integrado a la vida estudiantil y tenían pololas alemanas. Chile se había convertido en un referente mítico y lejano. Nunca escuché de ellos crítica alguna al monopartidismo, la falta de libertad de prensa, el Muro de Berlín o las elecciones en que los candidatos gubernamentales ganaban siempre con el 99 por ciento de los votos.

La gran mayoría eran jóvenes de extracción popular o provenían de situaciones muy precarias, de Santiago y provincias, y para ellos la vida material en la RDA implicaba un progreso considerable: tenían un cuarto calefaccionado, seguro de salud y beca de estudios que les permitía financiar comida y libros. Todo esto demostraba la superioridad del socialismo. No sabían que existían beneficios similares al otro lado del Muro. Ese bienestar los volvió insensibles ante las arbitrariedades del sistema comunista que sufría la población.

No es que su total mutismo frente a la realidad de opresión en ese tiempo me quitara el sueño, pero sí comenzaba a incomodarme ante los compañeros alemanes de la FDJ. ¿Que consideraba justo el recorte a sus libertades que imponía el régimen que me acogía en forma solidaria? En rigor, en un inicio no lo condené con énfasis.

—La forma en que la generosa Alemania del Este regula los viajes de sus ciudadanos es un asunto interno —decían los camaradas en Leipzig—. No nos corresponde inmiscuirnos en sus leyes. Somos visitas. Y cuando uno está de visita, no se mete a decir cómo deben hacerse las cosas.

En un inicio atribuí esa indiferencia al hecho de que nuestro partido estaba sufriendo en Chile los embates de la represión militar, circunstancia que nos exigía una completa concentración en la tarea de conseguir solidaridad internacional. Tal vez más adelante, cuando las aguas recuperaran su antiguo caudal —pensé con inocencia entonces—, abordaríamos el tema que exigía una postura resuelta: la ausencia de libertades.

Recuerdo una conversación que tuve con un colaborador del ex presidente Allende. El encuentro fue nueve años después, durante mi segunda estadía en la Alemania del Este, cuando ya empacaba mi maleta para irme a Occidente. Él había llegado hasta el estudio de mi novia Carolina Braun, en Bernau, de forma intempestiva, después de haberme solicitado por carta que lo recibiera. Pero yo no le había respondido, porque supuse que estaba al tanto de mi «traición» en ciernes.

El hombre había militado en la Democracia Cristiana, después había pasado al partido de la izquierda MAPU y ya en el Este se había identificado con el Partido Comunista. Con su barbita de chivo y penetrantes ojos negros, era un indagador astuto y gozaba de un privilegio soñado por millones: disponía de visa de salida y entrada permanente de la RDA.

—¿Te llevarías a Carolina a Chile? —me preguntó—. Es decir, ¿el nivel de la relación entre ustedes está como para llevártela lejos?

—Eso habrá que verlo en su momento —repliqué, extrañado de que él hubiese viajado una hora hasta Bernau para hablar de ese tema. Además, yo no quería mostrarle mis cartas—. Pero como ciudadana de la RDA no puede viajar a Occidente.

—¿Leíste Crimen y castigo? —me preguntó.

—Gran novela. La disfruté en La Habana —dije.

—Pues a veces los líderes de una nación se ven obligados a exigir grandes sacrificios a sus compatriotas por el bien del prójimo. La historia solo reconoce a posteriori esas decisiones.

—No entiendo.

—Son los misterios de la historia. Tal vez en veinte o cuarenta años, los descendientes de los actuales ciudadanos de la RDA valorarán el sacrificio que hacen hoy sus padres y abuelos. Lo entenderán en un socialismo pleno que habrá triunfado a nivel planetario, cuando todo el mundo sea socialista.

—No me convence el argumento —reclamé—. Vivimos una sola vez. Si hay algo que el marxismo enseña es que vivimos una vez y punto.

—Piensa en Stalin —agregó el visitante y se introdujo las manos en los bolsillos del pantalón. Llevaba traje y corbata oscuros, como si aún fuera un funcionario de Allende—. Solo después del triunfo de la Unión Soviética sobre Hitler entendimos su aporte a la historia.

—Pero, por favor, si Stalin fue condenado por su propio partido en 1953.

—Algún día la figura del viejo será reivindicada y se le hará justicia —sentenció.

Detrás del Muro
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