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Ignorábamos entonces que pocos años más tarde el socialismo sucumbiría no solo por las protestas de los obreros polacos, sino por la de todos los pueblos del este europeo. Es decir, que mientras estudiábamos en Bogensee marxismo-leninismo, las bases de la dictadura del proletariado eran socavadas por el mismo proletariado.

Los cabezas de hormigón de la FDJ afirman que si prosperan las huelgas y el general Jaruzelski no logra imponerse, el nazismo volverá a Polonia y a la RDA. De pronto, los mismos que odian al general Pinochet depositan todas sus esperanzas en el general Jaruzelski. Aunque no es tan extraño, pues desde 1959 la izquierda pone en Cuba todas sus cartas en un comandante en jefe y en un general de Ejército. O sea, el rechazo a dictaduras militares depende del color que tengan.

Así que hay peligro de que la RDA caiga en poder de los nazis, tal como en Cuba decían que la isla podía ser invadida por el imperialismo. Todo esto me lleva a pensar en Lila, una polola que tuve en el Colegio Alemán. Sus padres alemanes llegaron a Chile en la década del cincuenta, y en los setenta apenas hablaban español.

Tenían un fundo en la zona central donde criaban aves y cerdos. Llevaban una vida cómoda aunque algo ermitaña, apartados del fárrago capitalino. Hermann, el padre, era un hombre hosco y cascarrabias, que en los días fríos usaba chaqueta negra de cuero. Andaba por los cincuenta y tantos años de edad. Hablo de 1971. Su mujer tenía el rostro largo y delgado y las cejas altas como la escultura de una virgen piadosa, y era amable y simpática conmigo.

Su esposo, en cambio, no me soportaba ni tampoco se interesaba en disimularlo. Pero Gudrun, la madre de Lila, se esforzaba para que yo pasara un día grato cuando visitaba a su hija. Esta fue mi polola por un año, y durante ese período su padre me trató con rudeza y desconfianza, haciéndome sentir que no me quería en casa. Debo admitir que la antipatía fue mutua.

Cuatro decenios después, cuando viví por un tiempo en Ciudad de México, me reuní en el bar del Hotel Camino Real con un ex compañero del colegio que residía en París y estaba de paso en el Distrito Federal. En el bar, donde bebimos mezcales de Oaxaca, me contó que él también había pololeado con Lila, y que habían estado a punto de casarse, pero su repentino traslado a Francia por razones laborales había complicado las cosas. A diferencia de mí, su vínculo con Hermann fue magnífico, lo que atribuí al hecho de que mi amigo, oriundo de Baviera, era alemán de padre y madre.

Mi amigo les perdió la pista a Lila y su familia hasta comienzos del año 2000, cuando, tras la muerte de Hermann, alguien descubrió que este había integrado la SS, al parecer, en el campo de concentración de Buchenwald, en el cerro Ettersberg, cerca de Weimar. Tras la guerra había escapado de Alemania a Argentina y allí había eludido a la justicia cambiando su identidad. A comienzos de los años cincuenta ingresó a Chile.

—Hay muchos rumores sobre su vida —me explicó mi ex compañero—. Unos dicen que no fue criminal. Otros, que colaboró en Buenos Aires con Estados Unidos para ubicar a nazis en Brasil y Paraguay, y que por eso le entregaron documentos con otra identidad.

—Colaboró con los nazis y los Aliados —comento yo.

—Muchos lo hicieron. Los Aliados buscaban a los grandes criminales que se ocultaron en América del Sur y necesitaban reforzar su inteligencia para enfrentar al nuevo enemigo, el comunismo. Nadie sabía más de Europa del Este que los nazis.

En ese momento entendí el trato hosco que Hermann me brindaba y su inquietud por el hecho de que su hija fuese novia de un izquierdista no ario. Supongo que debe haber consultado a su círculo de protección en Chile sobre mi persona y que este le sugirió que se armara de paciencia, pues el romance se acabaría con el fin del colegio. Y estaban en lo cierto.

Pese al tiempo transcurrido, no deja de repugnarme haber compartido la mesa con un posible criminal de la SS. Recuerdo esas escenas dominicales: los cuatro sentados ante el mantel floreado, Lila y yo por un lado, Hermann y su mujer por el otro; a mi izquierda, una ventana con gruesos marcos de encino y cortinas recogidas, que daba a un bosque y a un camino de gravilla; sobre la mesa estaba la jarra de porcelana con café entre un kuchen de manzana y otro de ciruela, preparados con esmero por las mujeres de la casa.

—¿Y qué opinas sobre lo que está pasando en Chile? —me preguntó un día Hermann. Siempre hablábamos en alemán.

Ha levantado la vista del mantel, porque solía comer ensimismado y ceñudo, y me clava sus ojos azules de párpados enormes. Sé que le teme al Gobierno de Allende, pues puede expropiarle sus tierras.

—Creo que habrá cambios radicales —respondí incómodo.

—Vamos derecho al comunismo —alegó de malhumor, y dejó congelada en el aire su mano de dedos cortos, que empuñaba un tenedor con un trozo de kuchen—. Aunque no creo que las Fuerzas Armadas lo acepten.

Aber, lieber Hermann, lass doch den Jungen mal in Ruhe. Er versteht nicht viel von Politik[35] —dijo la madre de Lila, preocupada de que se armara una discusión en la mesa.

Der Bursche versteht doch sehr wohl von Politik![36] —respondió Hermann, y dejó caer aparatosamente el tenedor; se limpió los labios con la servilleta y se puso de pie, empujando con ira la silla hacia atrás.

Se marchó murmurando algo ininteligible.

El living quedó en silencio. Nadie supo qué decir. Me pregunté si debía irme. Lila puso su mano sobre la mía en señal de que me calmara. A través de la ventana vi que Hermann salía en un rugiente y bien conservado Ford Coupé, de color negro, modelo 1938, acompañado de Siegfried, su hijo mayor, que solo me saludó el día de mi primera visita. Era un tipo fornido, rubio y calvo, que usaba chaqueta de cuero negra y botas de montar.

Mientras mi ex compañero de colegio me revelaba en Ciudad de México la verdadera identidad de Hermann, caí en la cuenta de que había conocido a dos personajes siniestros en mi vida: el padre de Lila y el fiscal cubano Cienfuegos, padre de Margarita.

Aunque uno era nazi y el otro comunista, sus vidas mostraban coincidencias singulares: ambos habían sido leales a una dictadura, sin importarles el costo en vidas humanas que esa fidelidad había demandado. Ambos terminaron siendo seres adustos y huraños, desconfiados, temerosos de que los alcanzara la mano de la justicia o la venganza. Ambos buscaron refugio en Chile. El soldado alemán en un fundo, el fiscal cubano en el barrio alto de Santiago. Y, como si las coincidencias no fuesen suficientes, ambos tuvieron una muerte pacífica y tranquila en la capital chilena, como si hubiesen sido carteros de un pueblecito noruego.

Hay algo más: ambos murieron de Alzheimer. Es decir, murieron habiendo olvidado el inmenso daño que ocasionaron en sus vidas a la humanidad.

Detrás del Muro
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