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Oscurece mientras cae la nieve en la Oderberger Strasse, barrio de Prenzlauer Berg, antiguo Berlín Este.
Han pasado treinta años desde que salí de este edificio de seis pisos, donde vivía Isabella. Como casi todo el sector, fue construido a fines del siglo XIX para las familias obreras de la época de la industrialización. Hoy viven en el barrio parejas de profesionales con niños, intelectuales alternativos, bohemios adinerados, artistas de éxito y comerciantes. Sus calles y plazas conforman un laberinto atestado de tiendas, cafés, bares y restaurantes donde la gente habla diferentes lenguas, disfruta platos étnicos y toma buenos vinos y excelente cerveza. Nada queda del triste, derruido y grisáceo Berlín del socialismo.
La última vez que crucé el portón del edificio con el número 38 fue en febrero de 1982, después de besar a Isabella y bajar presuroso los peldaños de roble de la escalera. Salí a la calle con la vista nublada por las lágrimas, el corazón al galope, las mejillas encendidas. A Isabella nunca más la vi. Y es probable que nunca más la vea.
En su acompasada caída, los copos de nieve difuminan el frontispicio de los locales de la acera de enfrente. Los transeúntes pasan encorvados, apremiados por el frío, soltando bocanadas de vaho y pisoteando las sombras en la vereda. Siento que retrocedo hasta 1974, cuando llegué por primera vez a la República Democrática Alemana, RDA, y luego avanzo hasta 1982, cuando me marché de allí, pero regreso al presente y compruebo que ya nada, salvo los edificios y el trazado de calles, es igual a como fue. Ha pasado mucho tiempo, demasiado quizá, desde que crucé la penumbra del zaguán donde se disipan la escalera y su balaustrada.
Alzo la vista por el muro desconchado, que aún conserva los impactos de metralla de la última guerra, y observo el cuarto piso donde vivían Bruno e Isabella, y el hijo de ambos, Bastian. Ella era reportera del periódico Berliner Zeitung; él trabajaba en una constructora estatal, y el niño asistía a un jardín infantil llamado Rosa Luxemburg. Formaban una familia joven y encantadora, bastante feliz.
Isabella era mi amante.
Tenía las mejillas color damasco, un par de ojos oscuros relampagueantes y labios carnosos y con forma de corazón. Un aire de niña de sangre eslava cruzaba su rostro de pómulos altos, y su espesa cabellera se agitaba sobre sus hombros cuando caminaba rápidamente. Era una muchacha llena de entusiasmo, salvo cuando se acordaba de que vivía detrás del Muro, ese que no podría cruzar hasta que jubilara.
Todos éramos jóvenes y más o menos alegres entonces.
Isabella vivía en la Oderberger Strasse, que terminaba en el Muro. Yo, lejos de aquí, en la ciudad de Bernau, donde tuve otra novia a la que amé con delirio: Carolina.
Sé que muchos dirán que no se puede amar a una persona y serle infiel al mismo tiempo, pero yo soy la mejor prueba de que eso puede ocurrir. En todo caso, las vicisitudes del amor y el desamor no pertenecen a esta, sino a otra marejada de recuerdos. Ahora, la brisa arremolina los copos de nieve y la luz de los faroles los vuelve translúcidos. Yo sigo ante el portón, acumulando nieve sobre los hombros y la cabeza, con las manos en los bolsillos del abrigo, la maleta a mi lado, sumido en la emoción que me causa retornar a lo que un día fue un puerto de recalada.
¿Por qué he regresado a Berlín? No lo sé muy bien. O quizá lo sé, y tal vez sean muchas las razones. Lo cierto es que hace poco, en mi casa del Midwest, mientras escuchaba una canción de Coldplay y surfeaba en la web, me topé con los acogedores estudios renovados que alquila Brilliant Apartments en distintas ciudades europeas. Enorme fue mi sorpresa al notar que uno de estos estudios se encontraba justo en la vivienda de Isabella. Las fotografías no podían engañarme. Las interpreté como una invitación y sentí de inmediato la tentación de cruzar el Atlántico para explorar los espacios que frecuenté hacía varias décadas.
El taxi amarillo se marchó hace un rato. Presiono el timbre con un cosquilleo en el estómago y espero. Intuyo que en cuanto atraviese el umbral arrancándole quejidos a las tablas del piso, me adentraré en un mundo que va mucho más allá de Isabella y Carolina, un mundo que es mío y de otros, y del cual no he de regresar incólume.