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Por aquellos días llegó a Berlín Este Vilma Espín, presidenta de la Federación de Mujeres de Cuba, esposa del general Raúl Castro y jefa de quien había sido mi esposa en La Habana, Margarita Cienfuegos.

Nunca supe la razón, pero quizá debido a que yo conocía Cuba y tenía amistades en la isla, Intertext consideró que yo era la persona idónea para atenderla.

Estuve a punto de rechazar la oferta pues no deseaba reabrir mi capítulo cubano, pero se trataba de un acompañamiento que incluía honorarios generosos y parecía interesante pues me permitiría averiguar qué opinaban los jerarcas cubanos sobre Polonia.

Era una oportunidad que no se volvería a presentar. Jamás me habrían pedido traducir para Fidel o Raúl Castro, por ejemplo. Para casos sensibles, el SED contaba con traductores de absoluta confianza. Supongo que con Vilma Espín se hacía una excepción por cuanto «solo» se trataba de su asistencia a una sesión de la FEDIM, la Federación Democrática Internacional de Mujeres, con sede en Berlín Este.

La FEDIM era una de esas organizaciones comunistas internacionales de fachada como la Federación Mundial de Juventudes Democráticas, con sede en Budapest, presidida por el influyente líder comunista chileno Ernesto Ottone, o la Olade, Organización Latinoamericana de Estudiantes, con sede en La Habana. Organizaciones de ese tipo aglutinaban a otras filocomunistas y a ingenuos o incautos, lo que a los países comunistas les permitía operar a nivel mundial bajo una apariencia diversa y democrática, aunque en realidad carecían de autoridad e independencia.

Me tocó, por lo tanto, acompañar a Espín durante algunos días a las sesiones del encuentro, a entrevistas con líderes femeninas de la RDA, como Inge Lange e Ilse Thiele, y a visitas a tiendas de Berlín Este.

Entonces conocí cómo organizaba la RDA el shopping de los máximos dirigentes de otros países comunistas. Imagino que estos brindaban a su vez a los de la RDA trato preferencial idéntico cuando los recibían como huéspedes. La mayor tienda de departamentos, Konsum, abrió un domingo por la mañana especialmente para que Espín pudiera comprar ropa sin contratiempos ni testigos.

La supertienda socialista de cinco pisos de departamentos tenía una entrada lateral para personalidades nacionales y extranjeras, las que accedían a salones especialmente acondicionados y provistos de oferta nacional seleccionada. Existía además la posibilidad de acceder a un intershop, tienda aledaña en que todo se pagaba en moneda occidental y en la que solo había productos del capitalismo.

La delegación cubana —integrada por Espín y cuatro mujeres más, dos de ellas escoltas que llevaban arma en sus bolsos— no pasó al Intershop, pero al día siguiente un funcionario de la embajada cubana en Berlín Este fue enviado al Berlín capitalista a comprar perfumes y lociones para Raúl Castro.

—El pobre tiene la piel muy sensible y solo hay una marca, una francesa, que no le causa alergia —me explicó Vilma mientras examinaba la lista del general antes de entregarla al funcionario, que tenía las trazas de ser un militar dedicado a la inteligencia.

Pero lo interesante era escuchar cómo interpretaba Cuba la crisis en Polonia.

—¿Qué está ocurriendo con el contrarrevolucionario de Walesa y por qué lo dejaron llegar tan lejos? —preguntó Vilma Espín a Inge Lange, integrante del Buró Político del SED, durante un desayuno en una casa de protocolo, en Pankow.

Lange le explicó lo que ya todos sabíamos por los medios occidentales: los obreros estaban descontentos.

—Pero ¿cómo no se dieron cuenta de que la contrarrevolución estaba infiltrando a la clase obrera? —insistió Vilma, molesta.

—Los camaradas de Polonia siempre han tenido problemas —continuó Lange—. El catolicismo es muy fuerte allá, incluso muchos militantes de la organización juvenil, que deberían ser marxistas-leninistas, llevan una cruz en el pecho, lo que no permitimos aquí.

—Nunca debieron haberlo dejado llegar tan lejos —reclamó Vilma—. Nosotros, en Cuba, seríamos derrotados en un abrir y cerrar de ojos si aceptáramos que la situación política llegara a ese extremo. El imperialismo nos invadiría y nadie del mundo socialista alcanzaría a ir en nuestra ayuda. Tendríamos que defendernos con nuestra gente y nuestras armas.

—Es que es gente joven la que aparece criticando al socialismo.

—Sean nuevos o antiguos, jóvenes o viejos, hay concesiones políticas que no se hacen sencillamente —advirtió Vilma, agria, acomodándose la cabellera rematada en un tomate—. Ustedes no tienen idea en qué puede terminar todo esto.

—Es el Papa —afirmó Lange, y pude advertir el asombro en el rostro de la cubana al escuchar sus palabras.

—¿Cómo que el Papa?

—Sí, el Papa Wojtila, ese reaccionario. Hay un plan secreto en marcha contra el socialismo, una alianza entre el Papa polaco, los sindicatos contrarrevolucionarios, la Iglesia y la OTAN. Hay hasta una novela de un estadounidense al respecto. ¿No la ha leído?

Me costaba traducir aquel diálogo en que se conjugaban las descabelladas respuestas de Inge Lange, que no parecía ser una de las cabezas más inteligentes de la RDA, y las preguntas a ratos francamente irreverentes de Espín.

—No puede ser que todo eso se publique en una novela y ustedes no se hayan dado cuenta de lo que se tramaba —reclamó la cubana airada—. No puede ser que un cubano novelista yanqui esté mejor informado que los servicios secretos del Pacto de Varsovia —agregó elevando la voz.

—Pues así es, querida Vilma.

—Y tampoco puede ser que el Papa ponga en jaque al socialismo. Eso se debe a que los camaradas polacos no hicieron el trabajo ideológico con la juventud ni la clase obrera.

—Si usted viaja a Polonia, verá que todos los jóvenes, incluso los que militan en la juventud, llevan un crucifijo colgando de una cadena —repitió Lange.

La cubana escuchó aquello atónita.

—¿Y ustedes qué hacen ante eso? —preguntó esta vez.

—Nosotros no hacemos nada. El problema deben resolverlo los camaradas polacos.

—¿Y qué hacen ellos?

—Tampoco hacen nada —dijo Lange con resignación—. En verdad, no hacen nada desde hace decenios. Los polacos son como los irlandeses, muy católicos.

—También los cubanos eran muy católicos, y mira, hoy tenemos una juventud atea y marxista, convencida de que el socialismo es superior al capitalismo y representa la gran conquista de nuestro pueblo. Antes de la Revolución, el edificio más importante en nuestros pueblos siempre era la iglesia, expresión de la ideología católica y reaccionaria, pero ahora es el cine, que difunde las ideas de la Revolución y el socialismo. El socialismo hay que defenderlo con las ideas, el corazón y el fusil.

—Pero en Europa no son así las cosas, liebe Vilma[45] —dijo la integrante del Buró Político del SED y soltó un suspiro como para darse tiempo para terminar la frase—. En Europa no se puede salir a defender el socialismo con las armas en la mano.

—Entonces, ya saben lo que les espera —repuso Vilma, sentida porque las palabras de su camarada habían resonado despectivas.

La conversación se volvió tensa. Mostraba una brecha insalvable entre el socialismo de Europa del Este, por un lado, y la Revolución cubana, por otro, y ponía de manifiesto que en Europa la coexistencia pacífica había dejado huellas y abierto espacios a los disidentes del sistema totalitario.

Cambiaron de tema, lo que me facilitó la traducción. El desayuno terminó pronto. Inge Lange se veía incómoda, Vilma Espín preocupada. La primera pensaba seguramente que la cubana se inmiscuía en los asuntos de la Europa socialista sin entender las reglas del juego europeo. La segunda creía tal vez que los europeos orientales no habían aprendido a defender el socialismo, que les faltaba leer a Marx, Lenin y en especial a Fidel Castro, y que por ello terminarían perdiéndolo todo.

Al final, creo que la historia le dio la razón a Vilma Espín. Ella estaba en lo correcto en lo relativo a qué debían hacer los comunistas polacos para conservar el poder. Ella sabía que solo la represión a lo Dzerzhinsky salvaría el socialismo. Al totalitarismo lo enferman los aires libertarios.

Ocho años más tarde, el SED sería rechazado por su pueblo y desaparecería sin pena ni gloria de la historia. Inge Lange terminaría en una modesta vivienda de Berlín y Vilma Espín moriría más tarde en medio del siempre agónico socialismo cubano.

Detrás del Muro
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