19
Vuelvo al hotel sindical de Erkner, donde me hospedé con Silvia Hagen al arribar por primera vez a la RDA. En esa casona donde esperaban destino numerosos exiliados chilenos, tuve ocasión de conocer a un alemán, quien me perturbó. Era Peter Tietze, el cuidador del establecimiento, un joven rubio y esmirriado, de ojos celestes deslavados y con una cierta lentitud intelectual. Lo encontré aceitando las tijeras de podar y pronto abordamos un tema que me interesaba: su opinión sobre el socialismo. Yo, claro, era un ingenuo entonces, y creía que la pregunta no complicaba a nadie y que su respuesta contribuiría a fortalecer mis convicciones políticas.
—El socialismo no está mal, pero me gustaría conocer Occidente —respondió Peter—. Mientras no haya cumplido sesenta y cinco, no me queda más que verlo por la televisión occidental.
—¿Ves televisión occidental? —le pregunté atónito.
—Sí, como todo el mundo, pero no lo comentes, por favor.
—Pero eso no se debe hacer. Vamos, los camaradas…
Enarcó las cejas incómodo. Llevaba las mejillas impecablemente afeitadas y la cabellera adosada al cráneo con gomina.
—¿Quieres ver? —preguntó—. Ven a mi cabaña.
La cabaña estaba a un costado del hotel. Lo seguí. Tras hurgar en la parte trasera del aparato, sintonizó un canal de Berlín Oeste que transmitía comerciales. Me inquietó aquello. En la RDA estaba prohibido ver los canales del «enemigo de clase», y violar esa directriz era particularmente grave en un hotel de los sindicatos, controlados por el SED, imaginé.
Con el tiempo comprobaría que esa era otra obsesión germano-oriental: ver en la televisión del otro lado las películas, las noticias y todo lo que ofrecían sus comerciales, fuesen caldos Knorr o champán francés, jeans de Estados Unidos o chárteres a las islas griegas.
—Cómo me gustaría que aquí hubiese todo lo que hay allí —afirmó Peter Tietze antes de apagar el aparato—. No tendría tantas ganas de cruzar el Muro.
Me retiré defraudado de la cabaña. El televisor era el mayor tesoro de Peter, porque le permitía viajar a Occidente y disfrutar de la libertad y la economía de mercado. Me complicó su confesión, pues venía de alguien que gozaba de confianza política; de lo contrario no hubiese cuidado un hotel que hospedaba a exiliados.
—No es bueno que converse con Peter —me advirtió al día siguiente el administrador del hotel, Georg Hauser, tras estrechar mi mano y apartarme del grupo de chilenos con que desayunaba.
Me guió suavemente hasta su oficina, donde colgaban retratos de Erich Honecker y Harry Tisch. Nos sentamos a su escritorio.
—¿Cometí un delito? —pregunté preocupado.
—No conviene que hable con él —precisó el funcionario apartando un florero con violetas plásticas—. Como se habrá dado cuenta, es un joven que no está en sus cabales y al cual el socialismo le brinda, pese a su enfermedad, un trabajo digno y beneficios laborales.
Hauser era alto y macizo, y llevaba, como todos los militantes, la insignia ovalada del SED en la solapa. La insignia encerraba dos manos que se estrechaban simbolizando la unificación entre los comunistas y los socialdemócratas germano-orientales ocurrida en 1946. Imaginé que trabajaba para la Stasi y que había escuchado mi conversación con Peter.
—Ese pobre muchacho enfermo no entiende nada de política —añadió—. Lo mejor es dejarlo tranquilo. ¿Le parece?
Nunca más vi a Peter Tietze. Ignoro si lo despidieron o lo instalaron en otro hotel, o si le recomendaron alejarse de mí. ¿Qué será de él hoy? ¿Se acordará del chileno que probablemente lo metió en un lío con la Stasi? No tengo respuesta, solo guardo un vago sentimiento de culpa.