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Las noticias que circulaban en Leipzig sobre Chile eran atroces.
Hablaban de detenciones, torturas y ejecuciones. Llegaban a través de los medios de comunicación de la RDA y el relato de chilenos que lograban exiliarse. Nosotros —en conjunto con el gobernante SED y las organizaciones de masas— contribuíamos a la campaña de solidaridad con nuestros artistas, conferencistas y la gastronomía chilena durante las actividades de la resistencia anti-Pinochet.
Así se recolectaban millones de marcos orientales que, junto con favorecer a quienes debían favorecer, tomaban también otros rumbos, según se reveló en 1989, cuando cayó el Muro y se juzgó al controvertido y alcoholizado dirigente sindicalista Harry Tisch, que terminó tronado por sus propios camaradas aún en el poder.
—Las campañas recolectan millones de marcos —me comentó un día Moulián.
—Es impresionante.
—No pueden enviar todo ese dinero a Chile porque el marco oriental no es convertible. ¿Qué destino tendrá?
No me lo había planteado en realidad. Me acordé de Jiménez, el del hotel del FDGB, en Erkner, que siempre reclamaba que los marcos de la RDA no eran convertibles. ¿Dónde habría terminado con su familia?
—Debe ser para financiar los departamentos y la ropa que se entrega a los refugiados —agregué.
—Tienes razón. Son generosos estos alemanes.
Y era cierto. Nos trataron bien en la RDA. Muy bien. Nobleza obliga. Seríamos aproximadamente unos dos mil quinientos los chilenos exiliados. El régimen del SED entregó departamentos en diferentes ciudades, empleos de variada índole, becas de estudio para universidades y escuelas superiores, matrículas en la educación pública, seguros de salud e incluso jubilaciones. Fue un trato digno y solidario, un gesto que debe recordarse y agradecerse.
Pero el SED extraía a su vez algo a cambio: el adoctrinamiento ideológico de la población, siempre ávida de la prosperidad y libertad de sus compatriotas en Alemania Occidental, mediante una sutil campaña del terror. El golpe de Estado, la muerte de Allende, la represión militar y el exilio debían enseñar a los germano-orientales lo que ocurría cuando era derrocado el socialismo.
Por eso a los chilenos nos invitaban a hablar in extenso sobre la tragedia en escuelas y universidades, fábricas y cooperativas, en fiestas de la cultura y congresos. Nos pedían compartir lo vivido, sufrido y presenciado, y nosotros, a la vez, llevábamos un mensaje de gratitud y admiración por la generosidad del socialismo, y de condena al capitalismo germano-occidental y al imperialismo estadounidense por su complicidad con lo que ocurría en Chile. Ni una palabra, en cambio, sobre la represión socialista, la cárcel política y el Muro.
—Ahí tienen —sugerían a coro los medios del SED— lo que ocurre cuando un país que avanza por el socialismo es derrotado por los fascistas. Esto, o algo peor, sucederá en la RDA si logran destruirnos. Porque la alternativa es un baño de sangre, hay que proteger este país. Hay que defender al sistema, a su Ejército y su partido, de lo contrario las fuerzas reaccionarias acabarán con la paz en Europa e impondrán el fascismo.
Aquello también iba en beneficio nuestro, desde luego. Los chilenos disfrutábamos de las ventajas de los servicios gratuitos de salud y educación (sin perder por completo la libertad de desplazamiento a Occidente).
Con la llegada masiva de chilenos, muchos germano-orientales vieron postergada su mudanza a nuevas viviendas, pues las cedían «voluntariamente» a los chilenische Genossen, que se habían salvado del fascismo. La beca Salvador Allende, con la que inicié en 1981 mi doctorado en la Humboldt-Universität y a la que renuncié antes de regresar a Occidente, fue seguramente «expropiada» a un estudiante germano-oriental.
—Dicen que mucha gente que espera desde hace años vivienda en Halle-Neustadt está enfurecida porque se las están entregando a tus compatriotas —me comentó una tarde Klaus, vecino del internado de la Strasse des 18. Oktober, que estudiaba ciencias de la literatura—. Se sacrificaron durante años y ahora los postergan para beneficiar a extranjeros que tarde o temprano volverán a Occidente.
Años después, en Alemania Occidental, leí una entrevista a la destacada escritora cubana Zoé Valdés en la que revelaba la impotencia de sus compatriotas al tener que ceder a los «compañeros chilenos» los departamentos asignados a ellos en los barrios de Alamar y Altahabana. A los chilenos exiliados los pintaba Zoé como dogmáticos, funcionales al régimen y buenos para arrancar tristes melodías a flautas, bombos y charangos en el calor tropical, e indiferentes al dolor y las penurias de los cubanos discriminados y reprimidos.
Como chilenos contribuíamos a la educación política de los ciudadanos del socialismo. En cierta forma, los disciplinábamos y poníamos en la línea correcta. En una etapa en que la RDA condenaba el «diversionismo ideológico» que se infiltraba a través de la moda, la música y las radioemisoras occidentales, y en que la superioridad del capitalismo en lo material y espiritual era abrumadora, los chilenos ayudábamos a instalar la incertidumbre entre quienes querían el fin de la RDA y la reunificación alemana.
Como militantes chilenos pagábamos esos beneficios con un silencio vergonzante: callábamos con respecto al Muro y la prohibición de viajar de los alemanes, callábamos ante el monopolio estatal de los medios y ante una Constitución que establecía que el comunista SED era el partido rector y único gobernante del país.
Lo recuerdo y me cuesta aceptarlo: el exilio chileno en la RDA nunca manifestó una queja contra la orden de disparar a matar a quien osara cruzar la frontera interalemana. El exilio chileno nunca fue capaz de hablar en contra ni de la persecución, ni del encarcelamiento de opositores políticos, ni de la existencia de centros institucionalizados de detención y tortura, ni del espionaje que la Stasi ejercía contra la población.
Nunca dijo nada al respecto como agrupación política. Y aún no lo dice.
Se condenaba —y con razón— la represión de la dictadura de Pinochet, pero no la represión del régimen totalitario de la RDA. Premunido de beneficios sociales, de nuevos departamentos y trabajo, el exilio guardó estricto silencio ante la violación de derechos humanos que ocurría en el barrio, la cuadra y el edificio en que habitaba, y simulaba no ver ni escuchar nada, como si viviera en un próspero y pacífico cantón suizo.
En eso los exiliados eran idénticos a quienes en Chile, desde el otro extremo político, justificaban la represión que se aplicaba contra la izquierda. Si algo le ocurría a los opositores, por algo sería. Desde entonces para mí la supuesta superioridad moral de la izquierda chilena en política no es más que eso, un supuesto, una construcción hipócrita que pone el grito en el cielo contra las violaciones de derechos humanos de la derecha, pero justifica las que realizan las dictaduras de izquierda.
—¿Partido único, dices? —reclamó un día Eugenio, músico de una banda folclórica chilena—. ¿Se te olvida que hay cinco partidos en la RDA, agrupados en la Nationale Front?
Tenía razón. Había, junto al SED o partidos comunistas, cuatro partidos marionetas, aliados del comunista, al cual le reconocían su exclusiva condición de partido gobernante. Por definición constitucional, el SED representaba a los obreros y trabajadores de la RDA. El «liberal» LDPD agrupaba a pequeños propietarios que sobrevivían en el socialismo; el cristianodemócrata CDU congregaba a personas de convicciones cristianas; el NDPD a quienes habían estado cerca del nazismo, pero que habían sido desnazificados por el SED, y el Partido Democrático de los Campesinos (DBP) a los campesinos cooperativistas.
Lo más curioso era lo siguiente: el número de asientos de los partidos en el Parlamento se estableció para siempre en el momento de la fundación de la RDA, en 1949, y obedecía al porcentaje que supuestamente alcanzaban esos sectores en la población. Como el SED convocaba a obreros, trabajadores, empleados y jóvenes, era el partido mayoritario por sécula seculórum. Ninguna elección modificaba los porcentajes.
Y había otra característica peculiar de las elecciones: estaba mal visto entrar con el voto a la cámara secreta. El Gobierno ordenaba recibir el sufragio y doblarlo junto la mesa, aceptando a todos los candidatos que el SED proponía a la población. Si uno estaba en contra de alguno que apareciera en la interminable lista, debía ingresar a la cabina y rayar el nombre respectivo. Por ello, los germano-orientales llamaban «doblar» (falten) el concurrir a votar. Entrar a la cámara estaba mal visto y generaba represalias en el trabajo o el estudio.
Así, el Partido Comunista tenía la mayoría absoluta garantizada, y los restantes partidos se limitaban a apoyar el cumplimiento de su «misión histórica». Desde luego, las políticas gubernamentales no se decidían ni en el Parlamento ni en el Comité Central del SED, sino en su buró político, integrado por una decena de militantes de edad avanzada.
Mis camaradas y compatriotas justificaban, sin embargo, el apoyo al régimen. Ignoro si esa insensibilidad democrática surgía de la ignorancia, la desidia o la hipocresía, condimentada con el resentimiento contra la dictadura de Pinochet. La lógica era básica y brutal: si el enemigo de clase recurría en Chile a una dictadura para aplastar nuestro proyecto revolucionario, a nosotros nos correspondía defender la dictadura del proletariado para conservar el poder y aplastar a su vez al enemigo burgués y reaccionario.