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Pero regresemos a la ciudad de Leipzig, al primer semestre de 1974, y volvamos donde Luis Moulián, que se convirtió, después de la emigración de Milenko, el súbito admirador de Tito, en el chileno con quien más pude reflexionar sobre política profunda, y de quien aprendí de historia chilena y filosofía.
Era evidente que el historiador se decepcionaba del socialismo a ritmo vertiginoso. No toleraba la falta de libros de autores occidentales ni la ausencia de pluralismo en las librerías. Tampoco soportaba la uniformidad de los diarios de la RDA y los países socialistas. Le había bastado conocer el socialismo unos meses para que su visión política, levantada durante años, se desplomara como en un terremoto.
Además, lo exasperaba la lentitud con que aprendía alemán, lo que le impedía entender incluso el noticiero oficial Aktuelle Kamera, cuestión que lo aislaba de los acontecimientos y lo condenaba a una estremecedora soledad que se advertía en sus gestos cansados.
Pero junto a las críticas al socialismo real —fundamentadas en los clásicos y en el propio anhelo de libertad—, también proyectaba sus ideas utópicas. Reconocía que su angustia intelectual poco significaba frente a lo que estaba en juego en el mundo: el avance del socialismo, la defensa de la paz, la alianza de la URSS con las repúblicas populares y la posibilidad de que el movimiento revolucionario mundial contase con el apoyo ideológico, político y militar de los países socialistas. En su opinión, al menos la URSS constituía una fuerza disuasiva ante el imperialismo.
Para Moulián, lo crucial era que Cuba se consolidara, Vietnam triunfase y África se descolonizara y sumase al campo socialista. Bajo esas premisas, a Chile le sería más fácil recuperar la democracia y avanzar de nuevo al socialismo, esta vez sin repetir los errores de la Unidad Popular. La derrota de la izquierda en Chile probaba que el Che, Castro y el MIR tenían razón: la revolución era en última instancia la imposición de un orden social radicalmente nuevo mediante las armas. Sin ellas no era posible conquistar un Estado que impulsara los cambios. Allí había mucho paño que cortar.
Las reflexiones del historiador me convencían. Si yo percibía la amarga resignación de mis amigos de la FDJ ante su enclaustramiento, Moulián nutría su propia resignación con la lectura de clásicos. Solía expresar sus ideas con voz dulce y cascada, lo que le confería un aire de atractiva timidez cuando hablaba. Tendía a escuchar acariciándose la barba como un profeta, engurruñando los ojos y pronunciando palabras que eran perlas de un collar que él desenhebraba con lentitud, meticulosidad y dulzura.
—La derrota de la UP no es una derrota solo militar, sino también política y económica, y ello cancela el avance del socialismo en Chile por mucho tiempo —opinaba Moulián, mientras caminábamos por las maltrechas calles de Leipzig, aspirando el aire enrarecido por el carbón de hulla, observando las antiguallas de vehículos que construía el socialismo, viendo la pobreza franciscana de sus tiendas. Yo callaba.
A Moulián lo atormentaba constatar que el socialismo era simplemente aquella atmósfera gris y opresiva en que vivíamos encerrados. Ya no le cabía duda de que esas circunstancias reales y concretas no podían conformar una utopía por la que valía la pena luchar. Definitivamente el socialismo tenía que ser otra cosa, no esa tristeza cotidiana de la cual todos querían escapar.
—¿Qué somos sino pequeñoburgueses con ínfulas intelectuales en este mundo de la Guerra Fría? —se preguntaba Moulián—. Pero tampoco debemos negar nuestra dimensión intelectual ni la sempiterna tensión entre el intelectual y el poder político, mi amigo.