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—¿Y esto? —me preguntan mis hijos adolescentes en otro viaje al Berlín reunificado cuando notan la banda metálica incrustada en el pavimento de algunas calles céntricas. Siempre volvemos al lugar de nuestros recuerdos. Ellos nacieron en Alemania Occidental y crecieron en Suecia y Estados Unidos, este último, país donde viven ahora.
—Marca el trazado del Muro —les explico.
Es verano y hace un calor espantoso, y por esa calle, a la cual jamás pude llegar cuando joven, pasan ahora personas, coches, buses de dos pisos y taxis amarillos respetando el límite de velocidad urbano. Sus conductores ignoran que cruzan la antigua frontera de un país ya inexistente, un límite que para millones significaba la muerte y que terminó por corroer mis convicciones comunistas.
—¿Y de verdad dividía a la ciudad, y nadie podía pasar al otro lado? —me pregunta incrédula mi hija, y luego enfoca su iPhone hacia una placa que explica lo que representa la cicatriz plateada en el pavimento.
—En rigor, rodeaba a todo Berlín Oeste —explico—. Eran los berlineses occidentales los que estaban cercados, aunque no prisioneros. Los prisioneros eran los berlineses orientales. Suena raro, pero era así.
—No entiendo —interviene mi hijo.
—¿Qué no entiendes?
—Que los que estaban encerrados eran los occidentales, pero que quienes se sentían prisioneros eran los del Este. ¿El comunismo no estaba acaso en el Este?
—Sí, pero Berlín Oeste estaba en el centro de la parte oriental de Alemania, que se llamaba RDA —intento explicar—. Es decir, había dos fronteras: una en torno a Berlín Oeste, el Muro que todos conocieron, y otra en el deslinde entre ambas Alemanias.
—¿Y cómo llegaron los alemanes orientales a encerrarse ellos mismos? —me pregunta mi hija, que vive en California, donde el espíritu libre la contagia de tal forma que difícilmente acepta algo que no puedo expresar porque el mundo ahora es otro—. ¿Cómo no se rebelaron para no quedar encerrados?
Es una pregunta que muchas veces me hice en la RDA sin obtener respuesta. Quiero decir a mis hijos que no depositen excesiva confianza en el ser humano, porque es capaz de todo, incluso de exterminar a gente y construir su propia cárcel, pero recapacito porque afirmar aquello sonaría pesimista, demasiado a siglo XX, cuando surgieron ambos totalitarismos.
—¿Y tú, papá, apoyaste a mi edad a los que ordenaron construir el Muro? —me pregunta mi hijo.
—Así es. En un primer momento lo hice. Solo en un primer momento. Fui comunista cuando joven.
—¿Y con qué derecho? —pregunta mi hija, y percibo en su tono el reproche por haber sido yo cómplice de individuos que, amparados en su ideología, decidían el destino de los demás de la cuna a la tumba.
—¿Con qué derecho qué? —pregunto intuyendo lo que viene.
—¿Con qué derecho decidiste sobre la libertad de otros seres humanos?
—Lee mis libros y lo entenderás —barrunto sonrojado.
—¿Y qué pasa con los que vivieron toda su vida encerrados detrás del Muro y están muertos, y no alcanzaron a leer tus libros?
El sol de mediodía arde implacable sobre mi cabeza y me obnubila la vista. Berlín se esfuma en la resolana y la canícula. ¿Cómo explico la Guerra Fría y todo lo que pensé, y todo aquello en que creí y por lo cual estuve dispuesto a luchar, combatir y hasta matar?
Nosotros, entonces, al igual que los jóvenes de hoy, creíamos en algo. Los de izquierda creíamos en algo que nos unía y motivaba. Creíamos, en primer lugar, que la razón y la historia estaban de nuestro lado, que para alcanzar un mundo mejor bastaba con empezar a construirlo bajo la dirección del partido inspirado en las ideas de Marx y Lenin, un partido que encabezaría a las masas de obreros, campesinos y al pueblo trabajador, enarbolando las banderas con la hoz y el martillo.
Quiero decírselo a mis hijos, pero no lo hago. Tengo la garganta seca. Quisiera verter un cubo con agua fría sobre mi cabeza.