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En un régimen totalitario socialista no hay espacio público para la disidencia. Si uno se da a la tarea de buscar en los diarios de los partidos comunistas en el poder, no encontrará jamás ni una sola noticia, entrevista, reportaje, columna o línea crítica al régimen. Ni una sola. Eso da una medida de la asfixia social en la que se vivía y de la represión cotidiana que sufrían las personas.
El Granma, diario oficial del Partido Comunista cubano, jamás ha publicado una entrevista, columna o artículo en que se critique a Fidel Castro. Y esto ¡en cincuenta y cinco años de régimen! Por otra parte, las críticas a Honecker o el SED solo se publicaron en el Neues Deutschland, órgano oficial del SED, cuando ya el Muro había sido derribado y no le quedaban muchos meses de vida al ancien régime ni al partido.
Los ciudadanos de la RDA intuían el compromiso acrítico de los chilenos con el SED, lo adictos que nos tornaba la cuerda de la gratitud chilena. Los funcionarios chilenos del CHAF,[44] por su parte, no solo recibían departamentos amoblados, sino también el salario del partido y opciones de viajar. Esto los llevó a callar sobre la evidente ausencia de libertades en la RDA.
Examino recortes del Neues Deutschland de la época y veo las fotos de chilenos sonriendo felices en un nuevo departamento.
Agradecen encantados al régimen la generosidad. «La RDA nos da lo que Chile nos niega», dice una señora ante la cámara de la Aktuelle Kamera.
Algo semejante ocurría con los chilenos en Cuba, que eran vistos de manera parecida por los cubanos. No se equivocaban los sabios ciudadanos del socialismo: todo lo que el Estado comunista daba y presentaba como beneficio natural del sistema, lo cobraba, eso sí en lealtad y respaldo político. Recibir algo del régimen y discrepar de él era una expresión de traición y pequeñez humana. Hasta el día de hoy el epíteto predilecto de los estalinistas para denostar a quienes vivieron en el socialismo y lo critican es el de «malagradecido». Encierra una visión canina del ser humano: te alimento y cobijo, me debes lealtad y obediencia.
Se trata de un argumento que funciona pero renguea: si el Estado comunista era propietario de las viviendas, los hospitales, las escuelas y las universidades, y controlaba todas las plazas de trabajo, los salarios, el seguro de salud y las jubilaciones, y uno lo criticaba, no podía ser sino un «malagradecido», desde luego. La razón: el Estado se lo había dado todo. El Estado en Cuba, la RDA u otros países socialistas era Mefistófeles; Fausto, por su parte, era el pobre ciudadano que por el mero hecho de haber nacido allí debía venderle su alma y no chistar.
Por eso, los países gobernados por los partidos comunistas siempre acusan de traidores a quienes los critican. Desde su lógica reduccionista, la disidencia y la deserción son inaceptables: puesto que el Estado invertía en cada ciudadano desde la cuna hasta la urna, este se debía, por lo tanto, a él. Constituía una ignominia que el individuo osara criticar al sistema o se marchase de él, porque el Estado se lo había dado todo.
Al igual que en Cuba, los chilenos en la RDA éramos vistos a menudo, como ya lo afirmé, como gente servil al poder comunista. Desconocíamos la historia real de esos países surgidos de la ocupación soviética después de 1945 y aplaudíamos lo que la propaganda presentaba. La intuición germano-oriental probó ser correcta: hasta el día de hoy ningún partido chileno de izquierda ha condenado las circunstancias dictatoriales que imponía el SED en la RDA.
Tibias condenas, y todas a título personal, surgieron después de la desaparición del socialismo europeo. Hasta hoy se guarda sin embargo silencio institucional al respecto. Esa es la razón por la cual dirigentes de la izquierda chilena realizan peregrinajes para ver a Fidel o Raúl Castro en La Habana y son incapaces de emitir una crítica a su dictadura. E incluso el Partido Comunista chileno llega al descaro de celebrar el arribo al poder del nieto de Kim Il Sung, en Corea del Norte, una monarquía comunista sangrienta y brutal.
La indiferencia del exilio chileno frente a la violación sistemática de los derechos humanos en los países socialistas se debió a que su prioridad era conseguir solidaridad del comunismo mundial para la causa contra el régimen de Pinochet. Un apoyo crítico o condicionado de los partidos de izquierda chilenos al socialismo en el poder habría implicado —así opera el totalitarismo— el retiro del apoyo material, financiero y político que los partidos comunistas en el poder entregaban al exilio.
Indiferentes a las circunstancias políticas en que vivían los ciudadanos de la RDA, URSS, Bulgaria, Mongolia, Rumania, Corea del Norte o Cuba, lo único que importaba a los partidos de izquierda chilenos era conseguir respaldo del Este en la lucha contra la otra dictadura, la chilena. Esto constituye un dato irrebatible, vergonzoso y triste de nuestra historia, explicable, pero injustificable.
No se equivocaron los alemanes orientales ni los cubanos con nosotros: los chilenos exiliados, tan entusiastas en la apología del socialismo, nos fuimos de la utopía en cuanto pudimos. Hoy no quedan prácticamente exiliados chilenos en Cuba, casi todos los que viven allá son inversionistas. Los líderes progresistas chilenos que residían en la isla, la RDA u otros países socialistas se trasladaron con disimulo y pretextos a Ciudad de México o Caracas, a París, Frankfurt o Roma, a universidades estadounidenses o alemanas occidentales. Casi todos retrocedieron hacia el capitalismo aplaudiendo al socialismo. Avanzaron pasito a pasito hacia la retaguardia, hacia el capitalismo que habían pretendido destruir con la Unidad Popular, y que siguen criticando pero también disfrutando.
Nada más ajustado a este contexto que el poema sobre la construcción del socialismo de Heberto Padilla:
Un paso al frente, y
Dos atrás
Pero siempre aplaudiendo.
Y no condeno a la izquierda por haber escogido esa opción, sino por el silencio que guardó y sigue guardando sobre las razones que la llevaron a preferir en su fuero interno la vida en el capitalismo frente al socialismo. En cierto sentido, los izquierdistas siguieron la estrategia de Pablo Neruda y otros intelectuales supuestamente progresistas de la Guerra Fría: mucho poema a Stalin o Fidel, pero nada mejor que vivir bajo la democracia parlamentaria y la prosperidad occidental; mucha canción a la nieve de Bucarest y las palmeras de La Habana, pero nada mejor que la rive gauche en París o la Via Veneto en Roma.
Decía antes que con Baltazar, Deborah y Karl-Heinz pude abordar los temas que angustiaban a los ciudadanos de la RDA y que estos no se atrevían a expresar abiertamente por miedo a la represión. Por eso, cuando la noche del 9 de noviembre de 1989 millones de alemanes orientales salieron a las calles para derribar el Muro y cruzar alborozados al otro lado, a mí eso no me sorprendió. Yo sabía que ese era un deseo generalizado, anclado en lo más profundo del alma germano-oriental.
El desplome del Muro y la desaparición de la RDA sí sorprendieron y deprimieron, en cambio, a los chilenos exiliados que se tragaron la edulcorada propaganda del Neues Deutschland y radio Berlín Internacional, según la cual los ciudadanos de la RDA eran felices allí y por ello aprobaban con 99 por ciento de los votos a todos los candidatos que postulaba ese cadáver político que era la Nationale Front.
Sorprendió y deprimió a los chilenos que, obnubilados por el nuevo departamento, la plata para estudios o el trabajo que la RDA les había otorgado, justificaban el encierro de alemanes entre muros y alambradas. Paradójicamente, para muchos chilenos los compatriotas que cruzamos el Muro antes de su desplome fuimos acusados de traidores, agentes de la CIA o mercenarios del capitalismo.
A partir de esa noche histórica del 9 de noviembre de 1989, algunos comenzaron a revisar parte de su dogmatismo. Otros, en cambio, tienen la impudicia de —hasta el día de hoy— acusar a los germano-orientales de traidores y malagradecidos por no reconocer lo que la RDA les brindó en forma gratuita durante cuatro decenios.
Me persigue una imagen tremenda: la noche del desplome del Muro veo, entre millones de germano-orientales que cruzan cantando alborozados a Occidente, a compatriotas de izquierda parados en medio de la marea humana con sus manos en alto tratando de detenerla, coreando vivas al SED, llamando a la gente a regresar al Estado socialista, acusándola con gritos destemplados de traidora.