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ENTRE las últimas sensaciones del apurado regreso a casa en la noche de aquel día crucial, cuando las calles de Doza estaban más vacías que nunca, porque Ismael Cieza sólo era capaz de percibir la extrema soledad de su desasimiento, el abandono o la mutilación de haberse quedado fuera y sin nadie, todavía fluctuó la aprensión del perseguido, como si en la conciencia quedara el residuo que hacía posible el temor de algunos pasos insidiosos a su espalda.
Caminó con creciente rapidez.
Sabía que lo primero que debía hacer al llegar a casa era llamar a su hija, enterarse de la reacción de Novelda, comentar con ella la noticia e improvisar algún comentario tan inocuo como contemplativo, probablemente haciendo el más duro y difícil esfuerzo de disimulo de su vida.
—Tu hija acaba de irse... —dijo Novelda, que fue quien cogió el teléfono—. La llamaron Tina y Gabriela. Cena con ellas.
—¿Te lo ha contado? —inquirió, con el auricular muy pegado a la cara.
—Esperaba algo así, pero no puedo negar que me ha dejado sorprendida. No sé qué decirte. El novio no me lo imagino, la boda me escama. Pero ya sabes cómo es tu hija, lo que decide es lo que va a misa, y mañana mejor que pasado. No sé de dónde le viene esa capacidad.
—¿Estás disgustada?
—Preocupada. A ti no te pregunto lo que piensas porque ni siquiera me apetece.
—Yo también lo estoy... —musitó Ismael, muy cohibido.
—Pues tendrás que tomar de veras cartas en el asunto. Pero mira, Ismael, no quiero pedir peras al olmo. Háblale, haz lo que te parezca.
—Voy a solucionarlo.
Los silencios telefónicos con Novelda reconvertían los segundos en minutos, horadaban el ánimo de Ismael como un punzón helado.
—Y ya sabes que es tartaja... —dijo Novelda, sin poder contener la irritación—. Huérfano, con un puesto en Correos. Le echó el lazo por la calle, a ti te caerá bien.
—No nos pongamos nerviosos.
—Hará lo que le dé la gana. Siempre lo hace. En fin, Ismael, no me apetece seguir hablando. Coges a tu hija y haces con ella lo que te parezca. Le ríes la gracia o le das una bofetada. Si las prisas tienen alguna otra justificación, pues que Dios nos coja confesados.
—¿Es que ha insinuado algo, le preguntaste?...
—Que tome las riendas Ganido, como ella te llama.
—No me dejes con esta congoja.
El silencio telefónico volvió a multiplicar los segundos.
—Pues mira, si tengo que serte sincera, me temo cualquier cosa. No hay explicación para que se ponga tan borde. No se puede hablar de boda a la primera de cambio.
—¿Habéis discutido?
—Yo digo lo que pienso, ya me conoces. La vida me ha sacudido lo suficiente como para no andarme con cajas templadas, y es la única hija que tengo.
—Voy a hacer algo, de veras, queda de mi cuenta... —aseguró Ismael con mucha convicción.
—Eres un padre de armas tomar. Fuiste un marido ideal. Tienes todo lo que hay que tener. Me tocaste en una tómbola. Perdóname, todo esto no me ha pillado en mi mejor día.
—Te juro que corre de mi cuenta.
—A veces, Ismael, cuando pienso en ti, ya cada vez menos, me pongo triste. El otro día soñé que te encontraba en la Calle Moreda, por las correderas, eras un mendigo, estabas pidiendo. Te di una limosna, no me reconociste.