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NO fue una despedida o no me lo pareció.

El hecho de que yo tuviera la seguridad de que Antino era un muchacho sincero y que su única pretensión consistiera en aquel café con leche, mano a mano en el Bar Barajas, la hora y pico de una charla sincopada en la que hubo menos palabras que recónditos denuedos, no era suficiente para liquidar la gravedad de lo que me había expuesto.

Más que de una despedida, que ni siquiera se formalizó más allá del estrechamiento indeciso de las manos, una palabra inocua y el vano intento de que sus labios dejasen resbalar la equivalente, se trataba de una frustrada conveniencia, como si en ese acto de irse, cada cual por donde llegó, quedase el vacío de un desconsuelo que denotaba la impericia ante lo que la vida, sin venir muy a cuento, echa encima de quienes menos se lo esperan, Antino y yo en el presente caso.

No se despide el que se va de ese modo, o la despedida no implica lo que corresponde a la voluntad de cumplirla. Uno no tiene el corazón tan echado a perder ni ha reconvertido los sentimientos en despojos de los que conviene desprenderse lo antes posible.

—Los sentimientos —dice Lucio— se sujetan en el ánimo como la ropa colgada en el tendedero.

El ánimo con el que salí del Barajas iba cobrando un mayor peso, la ropa tendida estaría demasiado húmeda, según caminaba sin mucha convicción por las calles ahuyentadas de Doza, en el vacío que la ciudad recobra cuando todos se retiran a comer y dormir la siesta, y en esta extraña urbe se produce el efecto contrario de las urbes usuales: son las calles las que se van, el desierto atañe a una velada desaparición, y es en estas horas tan consuetudinarias cuando es preciso andar más precavido, porque en la consistencia fantasmal de las calles borradas acecha lo que no tiene nombre, ni sentido ni justificación.

Volvía a casa.

Ese pobre muchacho de mano tan suave como temblorosa tenía razón en su sospecha: la dichosa carta la leí precipitadamente y la rompí poco después.

No era un mensaje que comprendiera cabalmente, pero el asunto de las contradicciones y los secretos siempre refleja materias sinuosas, de esas que están en el fondo de la mina como las antracitas, unas vetas escondidas que en su oscuridad vierten el brillo mineral que atrae tanto como inquieta o preocupa.

La mejor compañía de un camino tan desorientado, teniendo en cuenta, como ya confesé en más de una ocasión, que Doza nunca resuelve su laberinto en mi cabeza, que soy incapaz de tejer el hilo de Ariadna como un recurso de mi conciencia, es el acomodo a la absoluta soledad que dejan las calles sustraídas.

Voy, vuelvo.

No tomé ni la modesta decisión de mover la cabeza para observar, en el instante final, al propio Antino en sus pasos hacia la esquina en que se perdería, en la vuelta a la que asoman los ventanales del Barajas.

Mirar por si él miraba, intentar un gesto que confirmara la incierta despedida y, en cualquier caso, la cordialidad que se expresa del modo más barato, ya que uno de esos gestos nada cuesta ni supone y, sin embargo, es un detalle que se agradece.

En la reserva que guardo a algunos portales de Doza, ese recato temeroso que en la infancia por estas calles se convirtió en un mal endémico, muy propio del niño que llegaba a la ciudad extraña e iba a tardar mucho en hacerse a su costumbre, en apoderarse de ella hasta donde le fuera posible para una razonable supervivencia urbana, hay un punto de atracción y deseo que no acaba de resolver el conflicto, o que sólo lo zanja en los sueños, donde las resoluciones siempre resultan tan impremeditadas como inconsecuentes.

En las calles sustraídas perviven, de trecho en trecho, como islotes o raros monumentos de sólidos dinteles que semejan pasadizos a la más abyecta oscuridad, esos portales de las casas más antiguas, o de las que mejor supieron subsistir entre el riesgo de la especulación, la piqueta o la declaración de ruina.

Cualquiera me sirve en las primeras horas de la tarde de este día en el que el cuello de mi camisa también está vacío: no quedaba ninguna corbata con el nudo hecho y los bajos del pantalón entorpecen mis pasos porque alargan la pernera como si se hubiera desprendido, igual que cae la persiana rota o la bombilla floja se estrella en el suelo al intentar ajustarla.

Calle Clámide, número diecisiete.

El niño siempre hizo lo mismo, cruzar ante el portal a mayor velocidad que ante ningún otro, como si de la penumbra mineral emanara un tufo que podría marearle, algo parecido al grisú que amenaza explotar con la respiración.

Me detengo.

Ahora Doza no existe.

La ciudad desaparecida, sus durmientes de la tarde en el cobijo de sus sueños digestivos.

No debo ser el padre requerido, ni el hijo huérfano sabe inventar con verosimilitud lo que la madre pudo indicarle.

De lo que estoy convencido es de que, por alguna extraña razón, es Damina Olmedo la que duerme en la última habitación del último piso del inmueble que tiene el dintel vencido sobre las jambas y el número diecisiete es una llaga en la piedra, del mismo modo que el nombre de la calle tiene saltados los esmaltes en el azulejo con igual deterioro que cuando yo intentaba leerlo de niño.