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LA conciencia de haberse escondido era la que, en los peores momentos, se correspondía con aquella retirada del mundo en la que el estreñimiento se convertía en una coartada moral, lo que cualquiera hubiese considerado el colmo de la miseria.

Nada tenía que hacer Ismael en el receptáculo del Café Consorcio, ningún tracto operaba en el desecho digestivo, ni la más limitada referencia de la necesidad que emerge con el señuelo de la evacuación.

—Nada de nada... —decía don Arno, contrito, cuando en el avatar de la desesperación salía del váter subiéndose los pantalones, con las manos temblorosas que no lograban acertar con el ojal del cinturón—. Un resto, una pepita, un simulacro, el ideal de la precariedad, cualquier despojo. Nada. El vano esfuerzo, la absoluta carencia. Soy un hombre que caga en el vacío, un ser humano incompleto...

Se sentó con el desánimo de quien rehúye lo que le rodea, el pensamiento que alerta la preocupación, el latido con que palpita ese poso de amargura que hace del pasado una amenaza y del presente una contrariedad.

Percibió de nuevo el dobladillo suelto de los pantalones y descubrió un botón que rodaba por la tarima de la alcoba, una ruedecilla de hueso o nácar que hacía el recorrido inverso al del escarabajo en las baldosas de la cocina, y supo que el botón acabaría en poder de los roedores que tan insistentemente atesoraban en el armario lo que se le iba cayendo.

—Jamás hubo ratones en este piso... —le dijo Novelda, más indignada que preocupada, cuando Ismael refirió por primera vez su sueño con la convicción de que la realidad era el aval del mismo, y que el menudeo de las patas en la tarima encerada no provenía de la fantasía onírica sino de la alerta con que despertaba, inquieto y requerido por aquellos bichos.

—Es un inmueble antiguo y los inquilinos de esa raza ni pagan renta ni contribución pero tienen alquilados los escondrijos. El ratón es el mamífero más persistente, el que mejor se aviene y menos necesita.

—¿Y el escarabajo?...

—No me compliques la vida, por Dios. Ese sueño del niño que lo confunde con las bolas del gua y las de miga de pan es otra cosa. El escarabajo tiene una existencia camuflada.

—Y va y viene por las baldosas de la cocina.

—Desorientado, perdido, igual que el niño que lo sueña. Una vez amaestré un grillo, otra un saltamontes, y hasta hice un intento, no muy rentable, con una chicharra que tiraba de una caja de cerillas.

—Las lagartijas vinieron después, cuando ya eras un hombre hecho y derecho.

—Eres cruel, Novelda, y no das palo al agua. Los reptiles no son visitantes nocturnos, esas dichosas lagartijas andan por las paredes al sol del verano. Siempre me parecieron bichos antediluvianos reducidos a la mínima expresión, imagínate que tuviesen un tamaño enorme. Lo que soñé es que se quedaban quietas donde menos pensabas, como una aparición inmóvil.

—Tienes un zoológico muy raro en la cabeza... —aseguró Novelda, apenas interesada en lo que Ismael pudiera seguir contando.

—Me apaño con estas nimiedades. Nunca me atrajeron las fieras salvajes ni me gustan las películas del lago Tanganica o el Kilimanjaro. Aborrezco a los cazadores y en la única función de circo que vi en mi vida, cuando el domador puso firmes a los leones me eché a llorar.

—Un alma sensible.

—Los leones me lamían las heridas cuando me descalabraba. Eran igual que los perros que se las lamían a los santos.

Había cerrado los ojos, como en la actitud del esfuerzo tan vacuo como voluntarioso, pero no se trataba de resolver nada relacionado con el organismo.

Se había escondido.

Estaba en ese lugar donde su vida se contaba por miles de horas, enfrascado en la intendencia de un limbo que no tenía otro paisaje que el mental, el que Ismael recreaba para justificar la circunstancia de su desaparición.