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ENTRE IAS muchas ocasiones en que Ismael tuvo que ir a por Tulio, que era como habitualmente se expresaba la encomienda de don Medardo, hubo una especialmente penosa, cuando el mozalbete mostraba una absoluta falta de respeto y el mayor orgullo de su existencia descarriada, unos años en que la orfandad dio alas al hijo tarambana coincidiendo con la viudedad reciente del padre contrito.
—Tienes que ir a por él... —dijo don Medardo—. Lo coges por las orejas, lo atas, lo apiolas.
Estaba en Armenta, en un bajo que parecía una guarida inexpugnable, en alguna de las costanillas que conforman el Barrio de Ciento.
Al todavía no muy bregado Agente de Seguros que era Ismael, el mandato le pareció un acto de confianza, que enlazaba con otras demostraciones familiares de don Medardo, en cuyas confidencias el nombre del hijo era un recurso penoso y condolido, la mala suerte en la herencia de su santa madre que hasta en el mismo lecho de muerte, y en el suspiro final, no hizo otra cosa que repetir ese nombre, con la correspondiente súplica al padre estragado.
—La mató... —decía don Medardo, golpeando la mesa del despacho con el puño—. Se la cargó con un cartucho de dinamita. El amor de una madre pisoteada, la cruz y los clavos. Un cartucho que empezó a encender en la misma cuna, cuando aborreció la leche materna.
Hasta llegar al bajo en la costanilla, las indagaciones de Ismael cubrieron las más variadas desorientaciones.
Armenia tenía en los arrabales algunos tugurios y varios almacenes de chamarileros y traficantes, entendiendo en el tráfico de materiales robados en desguaces, construcciones, mobiliario y objetos en pisos deshabitados y en el expolio de iglesias, santuarios y ermitas, cuyo patrimonio administraba una red de encubiertos anticuarios.
—Será Grimo pero no Tulio... —escuchaba Ismael, cuando alguien menos precavido parecía dispuesto a dar alguna información tasada sin miramientos.
—Ese Tulio pudiera ser Copado, las mañas del carterista y el desdén del señorito.
—El Submarino, de media noche para arriba. La que se llama Maitines o una gorda que se peina con los pies.
Ninguna información valía de nada y don Medardo empezaba a considerar seriamente la denuncia en la Comisaría, aunque los antecedentes de Tulio y la facilidad de que el escándalo nutriera una vez más la comidilla de Doza le retenían con mayor desesperación que desánimo.
—Occidentales no es ajena a las sevicias y extorsiones de ese mangante, con qué moral vamos a mantener la fachada. Por Dios, Ismael, hay que trincarlo. La última novedad son unos anónimos, en los que algún amigo de confianza me ha hecho notar que se percibe la mano del miserable.
A Ismael le temblaban las piernas.
Hasta el bajo le había acompañado el más estrafalario de los contactos, un enano que se expresaba por señas y que era conocido como el Enano Mendaña.
Cobró lo estipulado y dio media vuelta, después de hacer un gesto con el dedo índice sobre la garganta, como indicando que se la rebanaban, y un corte de mangas.
—El que entra no sale... —dijo una voz muy ronca, respondiendo a la insistente llamada de Ismael—. ¿Quién quiere probar?...
Pensó en un cliente, uno de esos perturbados que pueden encontrarse donde menos se espera, que tras lo que parecía el asentimiento a la suscripción de la póliza que acababa de ponderarle mientras le escuchaba interesado, tomaba el documento y lo hacía pedazos mientras le daba medio minuto para salir pitando porque, ésas fueron sus palabras: este puto Seguro no va a cubrir lo que quede de usted después de descuartizarlo.
—Así y todo... —contestó Ismael, haciendo de tripas corazón— quisiera entrar y llegar a un acuerdo.
Se abrió la puerta. Olía al viento podrido de las costanillas y a la herrumbre de un calabozo.
—Tellerina es mi hija... —dijo el hombre que vestía un gabán que le arrastraba por el suelo y que, apenas Ismael se asomó y él cerró la puerta, lo cogió por el cuello y lo sujetó inmovilizándolo.
—Busco a Tulio... —pudo decir con mucha dificultad, sin que el hombre dejara de sujetarlo.
—Está muerto. La misma mano que te agarra lo desnucó como al conejo que estoy guisando. Tellerina es mi hija, te lo advierto. De las tres que tuve, sólo ella me queda.
El hombre se dio la vuelta, Ismael pudo respirar.
Había un pasillo muy largo y, al final, languidecía una bombilla como el pábilo de una vela a punto de apagarse.
—Ven a ver el cadáver...
Dudó unos instantes, lo más lógico era abrir la puerta y huir lo más rápido posible.
—No hay salida, no lo pienses. La puerta está trancada. Si quisiste probar, eso te toca. El muerto no podrás llevarlo gratis. Como mucho podrás probar el conejo. Yo no mato por matar, aunque de aves y bichos no lleve cuenta. Ese hombre es el quinto y ya se sabe que no hay quinto bueno. ¿De qué acuerdo hablabas y quién te dio las señas?...
—Tenía que recoger a Tulio. Iba a pagar lo que fuera del rescate, si de eso se trataba. Las señas me las dio el Enano Mendaña.
—Valiente quisquilla, un ser despreciado en los circos y que en Armenta ya no puede asomarse a ningún sitio. ¿Sabes que tiene un hermano gigante?... Es el alero del Baloncesto Chocolatera. A ese Enano lo pisó una vez un muerto que había escapado del Depósito en plena autopsia. No hay peor avalista, estás perdido. No hay quinto bueno pero el sexto puede ser superior. No guiso cadáveres, sólo conejos, dejaré que pruebes antes de rebanarte.