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—LAS cosas están así, y son tal como las cuento. No es el primer novio pero va a ser el último. Estamos haciendo proyectos para casarnos...

Ismael miraba a su hija, que se había sentado muy circunspecta al otro lado de la mesita bajo las escaleras de la Cafetería Berlinesa que hacían un empinado dibujo hacia el altillo, y durante unos instantes, después de escuchar la advertencia de que iba a entrar en materia sin andarse por las ramas, tuvo el ánimo suspendido, como si hubiera olvidado el carácter imperioso de Abril y en la presumible transcendencia de lo que tenía que informarle como progenitor, aunque no se lo mereciera, aguardase algo más sorpresivo y de mayor peso.

—Ni te inmutas.

—Me pillas desarmado... —mintió.

—Pues hay que armarse, Ganido. Te lo comunico y ni siquiera recabo tu opinión, ya sabes que nada me importa lo que pienses. Cumplo con el deber de una hija que tuvo la desgracia de tener el padre que tiene.

Las palabras resbalaban en los oídos de Ismael, y le resultaba difícil hacer cualquier comentario.

En el tono imperioso de Abril percibía, sin embargo, cierta impostura en esta ocasión, como si ella intentara radicalizar su habitual ofensiva para que el asunto tuviera el relieve exacto que quería transmitir.

—No sé lo que opinará tu madre... —se atrevió a decir Ismael, y en seguida se percató de que la seguridad de Abril no era rotunda.

—Dirá lo que diga, tampoco va a importarme. Mi madre está más cerca de mí de lo que tú estuviste jamás.

Había un cigarrillo en los dedos de Abril y no le fue fácil encenderlo. Luego el humo salió entre sus labios como la bocanada de una hoguera y le sobrevino una tos parecida a la de quien acaba de atragantarse.

Ismael sintió la herida de aquellas últimas palabras.

No eran muy distintas a las que Abril repetía para llamarlo al orden y echarle en cara lo que se le ocurriese. No había ninguna compasión para los débitos con la esposa traicionada ni para los recuerdos que la hija tuviera. Las imágenes de lo que Abril había supuesto, de niña, de adolescente, de la cercanía de su juventud hasta la separación, no avalaban en absoluto ese desprecio ni hacían una mínima justicia a lo que ambos habían compartido. La hija no había disimulado su inclinación hacia un padre extremadamente cariñoso. Un padre que se complacía abonando en secreto los caprichos que la madre controlaba. Nada que rompiese el orden normal de unos comportamientos familiares, aunque en el carácter de Abril había alteraciones e impertinencias que Novelda sobrellevaba contrariada y él justificaba con el paliativo de lo que la edad comporta.

—Esto es lo que hay, Ganido. Me caso. Sentiré que mi madre se quede sola, pero es ley de vida. Y estoy segura de haber encontrado un hombre que es el polo opuesto del que a ella le cayó encima.

—Espero que así sea. De todas formas, si piensas que puedo echarte una mano con tu madre, si crees conveniente que hable yo primero con ella, no me importa.

—No te equivoques, no imagines cosas raras, ella va a ser comprensiva, siempre lo ha sido. No le voy a dar un susto, algo se figura.

Ismael hizo un gesto de conformidad. Los hijos. El gesto tenía un sentido interior de resignación. Tuvo que esforzarse para evitar que Abril se percatara de lo que también podía parecerse al ensimismamiento y, como tal, a la actitud de quien se evade cuando se le requiere para algo importante.

La indolencia sacrificaba muchas veces la apariencia con que Ismael escuchaba. La falta de interés que mostraban falsamente sus intenciones, como si en los términos de la inutilidad lo aparente contradijese lo que en el fondo sentía o era incapaz de expresar.

—¿No se te ocurre decirme nada más? —quiso saber Abril, mientras destrozaba el cigarrillo en el cenicero.