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LA conciencia del hijo, la confianza del padre, lo último que Ismael hubiese pensado mientras se encaminaba hacia la dirección que Tulio repitió una y otra vez, tras el esfuerzo de recoger el mugriento paquete y ponerlo en sus manos con el temblor emocionado de un encargo que parece la encomienda del moribundo en el lecho del arrepentimiento.

—Taller Combarros, un bajo en el número catorce de Piloto Ucieda. El dueño es manco y la lampistería muy apreciada. Ni se te ocurra decirle que vas de mi parte.

La conciencia y la confianza, musitó Ismael sin saber muy bien lo que tales palabras significaban en sus labios y, a la vez, sintiendo la inquietud de lo que podían suponer, como si lo que acababa de escucharle a Tulio también le concerniese, en la extraña medida en que nos conmueve un cuento que nos cuentan sin que le prestemos excesiva atención o una noticia que leemos en el periódico mientras estamos pensando en otra cosa.

Se volvió por última vez para ver a Tulio caminar por el centro de la carretera hacia Santa Sila, con los pasos más frágiles que perezosos y todavía dispuesto a repetir una vez más la dirección y el nombre del hijo.

Fue en ese momento cuando Ismael Cieza, que sostenía con aprensión el paquete debajo del brazo, se vio invadido por una conmoción que parecía el resultado de la inquietud que venía brotando según avanzaba.

Apretó el paso, sintió la imperiosa necesidad de alejarse de Tulio, se internó por el Barrio de Lastre sin reparar en la orientación más adecuada para llegar a Piloto Ucieda, una de las calles en el extremo oeste del Caudal, no lejos de la Porticada, donde Doza mostraba alguna de esas huellas desconocidas a las que Tulio se había referido y que Ismael contrastaba con el hedor de los portales y la boca abierta de los sueños en que llegaba a sentirse más perdido.

—Menchu, Eloína, Lola y Orta... —repitió sin pronunciar, al tiempo que visualizaba las iniciales que componían el nombre del hijo de todas y de ninguna, aquella historia que en la confesión de Tulio mezclaba la conspiración y el enredo vengativo, como si el disparate no fuese otra cosa que una ocurrencia malévola para amargar la vida de quien siempre ejerció de hijo calavera.

Las deudas pendientes, dijo Ismael, y en ese momento el peso del mugriento paquete se hizo mayor bajo el brazo, igual que si la materia de la última voluntad, un dinero que provenía de lo que Tulio había afanado sin ninguna consideración, atracando y estafando a su propio padre, se convirtiera en un pedazo de hierro, como la propia conciencia del hijo y la malversada confianza del padre, el mismo metal herrumbroso de la ignominia, que si a Ismael se le fuese de las manos podría romperle los dedos del pie.

No iba a llegar a Piloto Ucieda por el camino más fácil.

En algún momento recordó incómodo la cita del Bar Barajas y la promesa de esperar en la Estación a su hija.

La incomodidad era también el derivado de la inquietud que le había conmocionado, pero lo que mantenía la desazón que no le permitía ordenar los pasos en la dirección más razonable era la persistencia de aquellos nombres que coincidían como un secreto reclamo en la identidad del hijo desconocido.

Una fotografía en blanco y negro, el rostro que mira, bastante alelado, como suele suceder a quienes lo hacen sin otra convicción que la de verse sorprendidos, en el espejo de quien corrobora un parecido que no admite dudas.

Un hijo con la única solvencia del pasado, pensó Ismael con el mismo desasosiego con que sus pasos incrementaban la velocidad y el peso del paquete recuperaba la levedad de la pluma, igual que un recuerdo que no pertenece a la memoria que lo segrega o un apósito o una herida que jamás se perciben ni hacen daño.

Le está bien empleado, se lo tiene merecido, aseguró. Lo que don Medardo lleva sufrido, lo que la madre padeció. Esa condición del hijo es un ajuste de cuentas. También eso le corresponde a la paternidad, la responsabilidad que la vida te hace afrontar cuando menos lo esperas, ya que la vida tiene ese reto crucial en la condición del padre.

No sé dónde estoy, corroboró de pronto Ismael deteniéndose.

La luz de Doza produce a veces, en el otoño, un rayo esmerilado que se cuela sobre la realidad como una brillante hoja de acero.