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—LOS hombres que no valen para nada son los que más buscan las mujeres que mejor se valen por sí mismas —dijo en algún momento alguna de las tres, y entre lo que el Agente de Seguros recordaba y soñaba existía una equivalencia de voces mezcladas que él no se detenía a distinguir: todas divagaban o hacían sus comentarios en un tono común.

—Yo no tengo mucha conciencia de ser el que alguien buscó o el que encontraron a la vuelta de la esquina. Yo no soy el que va o viene para que quien lo encuentre se lo quede. Yo no tengo medida ni destino, porque como bien dices no valgo para nada.

—Eso es lo que quería oírte decir: para nada que no sea otra cosa que hacer lo que te da la gana. Hacer tu santa voluntad. Sin otra ocupación ni criterio, sin ganas ni voluntad, siempre se acaba haciendo lo que se quiere.

—Soy un ser reducido a la mínima expresión. Un corcho que flota. Ahora abro la puerta de una habitación equivocada y estás tú ojo avizor. Me gustas así, desnuda en la penumbra, mirándote en un espejo de sombras. Puedes ser la mujer de mi vida.

—Puedo ser cualquiera de las otras, escucha lo que

dicen.

—No te creas que me interesa demasiado.

—Escucha, no seas presuntuoso.

—No te acercas en nada al tipo ideal que yo me había hecho, ni rubio ni cetrino, la planta encumbrada de los que miran desde una distancia en la que parecen estar perdonándote. Un sujeto poderoso, indiferente.

—Yo supe que estabas más desvalido que el último de la fila, ese que se esconde cuando pasan lista. La circunstancia de un corazón maltrecho ayuda a perfilar esta sensibilidad enfermiza que de un tiempo a esta parte me ha convertido en una mujer rastrera, quiero decir que rastrea la pobreza de los corazones humanos, la miseria en que laten los que están más solos que la una o tienen miedo.

—En ningún caso obtuve esa impresión. La sorpresa derivada de la confusión fue la causante de esas pérdidas amorosas que, en mi vida de Agente de Seguros, parecen el cuento de nunca acabar.

—Una puerta no se abre sin intención.

—El que la abre y entra algo busca.

—El que sale y encuentra por algo será.

—En el cuento de nunca acabar del Agente de Seguros no existe otra premeditación que la del descanso laboral, el fin de las rutinas diarias y, por supuesto, eso no voy a negarlo, las escaleras, pasillos y rellanos de los correspondientes hostales y pensiones que forman parte de su agenda. No era Occidentales una Compañía rumbosa, también es cierto, cuentas y gastos se proporcionaban a la baja con la modestia de los hospedajes. Y eso, seamos sinceros, garantizaba que jamás, tras la puerta confundida, hubiese una mujer de bandera, entendiendo el término, en la añoranza de los agentes y viajantes más aventureros, en la medida artística de las carteleras de los cines Merodio, Parsifal y Fosforescencia, radicados en las plazas de mayor afluencia: Ordial, Armenta, Borenes, sesiones numeradas, patio de butacas, plateas, gallinero...

—Nunca se sabe si es más triste una mujer sola o un hombre extraviado. Lo que no deja de ser curioso es esa capacidad de confluencia con que el destino guía al que vuelve, cansado y pesaroso, para que abra la puerta indebida.

—Yo soy de las que rezan. No me importa elevar preces cuando escucho los pasos pesados del que viene sin intención ni apremio.

—Yo de las que sueñan. Una y otra noche. Ese hombre silencioso con el que desayuné, el que apenas me saludó en la escalera cuando él bajaba y yo subía. Frecuentemente cuando vuelvo a verlo y me paro porque él hace lo mismo me percato de que también soñó. Entonces es más fácil que se confunda.

—No estoy en absoluto de acuerdo. El azar no necesita apoyaturas, es inocente, lo que facilita que también sea inconsecuente.

—Lo más bonito es lo extraño que resulta despertar.

—Es que lo extraño es siempre lo más bonito.

—No sé cómo te llamas.

—No me digas que me quieres.

—No me tomes el pelo.

—No me mires así.