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LAS reconvenciones de Mirto, el abogado de Novelda y uno de los amigos matrimoniales que son como el recurso al que acudir cuando se advierte la mínima complicación sin que, al fin, el recurso sea necesario porque la complicación no resulta tal, persiguieron a Ismael más allá de los trámites y resoluciones de la separación.
La presencia de Mirto se hizo más reiterativa de lo que nunca había sido. No se trataba del amigo matrimonial al que se ve con frecuencia, tampoco Ismael se lo encontraba en la calle, en un bar o en el término de sus gestiones. Y, sin embargo, de modo insistente, hasta el punto de tener que precaverse para evitarlo, comenzó a toparse con él, sin que en ninguna ocasión, aunque hubiese alguien presente, se privase Mirto de echarle en cara las responsabilidades de lo sucedido.
—La conciencia es una caja de resonancia. La mala conciencia es el eco maligno de esa caja, no lo dejarás de oír.
Las sensaciones de Ismael en ese tiempo, cuando el deterioro matrimonial fue ganando un espacio cada vez más visible en la convivencia, entre el silencio que procreaba la perceptible disolución hasta en la misma rutina de los vínculos, esa especie de vacío que se espesa como un dramático intermediario sin cometido, se amoldaron con menos angustia de la previsible a la espera de los acontecimientos que harían explícita la ruptura.
Era como si en la corriente de una lejanía sin palabras el nadador menos avezado pudiera continuar con las brazadas que lo mantuvieran en la superficie, no ya con la tranquilidad de quien se deja llevar, porque la situación no era grata ni sosegada, pero sí con la dosis de resignación en que la indolencia extiende un sentimiento conmiserativo para justificar la desgracia que se avecina.
El silencio era una norma de debilidad en el comportamiento de Ismael, como tantas otras que avalan lo que en la cobardía se obtiene de autodefensa, esas actitudes de emboscamiento y dejadez que ayudan a la cualidad de ser frágil, de sentirse necesitado, unas pautas de actuación que afianzan el poder que las reconvierte en armas estratégicas.
Iba pasando el tiempo. Los días silenciosos no acumulaban otra cosa que un desaliento en la rutina que comprimía la tristeza de Novelda.
Ismael se callaba como un muerto, extremando el cuidado en las observaciones, mostrándose tan inocuamente obsequioso como inadvertido. Se acomodaba a la ingrata situación sin que la sospecha diera otro cauce a la condición del sospechoso que la convicción de que cualquier cosa que hubiera hecho bajo el signo de la culpabilidad resultaba improbable, porque no era posible que le hubiesen descubierto.
La culpabilidad también era una norma de debilidad en el comportamiento de Ismael. No se podía considerar culpable o no se podía considerar totalmente culpable, porque lo que sucediera nunca provenía por completo de su voluntad. Era muy difícil asumir tantos actos, tantas ocasiones, tantas decisiones, desde la malformación de una voluntad no menos débil, o de lo que mejor podía considerarse una auténtica falta de voluntad.
En lo que se avecinaba, los días más largos de un silencio que se iba ramificando desde la tristeza a la desolación y el desamparo de Novelda, que ya no era la nadadora que se deja llevar por la corriente, sino la que arribó a una orilla olvidada de la que le gustaría no regresar, el temor de Ismael sumía la contrariedad y el afán de que, al fin, todo se resolviera en un sueño.
Cerrar los ojos, lograr que en el intervalo de la noche se fundiesen las ocupaciones de la conciencia y la memoria, lo que el peligro alienta detrás de nosotros, con ese aire o esa mano fría que va a rozarnos el cuello o, en el peor de los casos, a acariciarnos la nuca para indicar el lugar exacto de la incisión.
A Ismael le habían clavado en el sueño más de una vez la aguja de una enorme jeringuilla pero luego, al despertar, la nuca no estaba dolorida, apenas quedaba un suave hormigueo de malos recuerdos cauterizados.