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MIENTRAS lo vio renquear carretera arriba, con esa dificultad o desvalimiento con que el escarabajo se movía por las baldosas de la cocina, todavía estuvo tentado de llamarle, como si la propuesta del Sanatorio se acomodara a la necesidad del ánimo enfermo o el hecho de vislumbrar una cama en el lugar anónimo de los desahuciados le produjese la recompensa de quien se acuesta, se duerme y se quita de en medio.
Ismael Cieza se sintió desalentado.
Lo que acababa de escuchar enlazaba penosamente con las consideraciones y reflexiones que con cierta insistencia revertían en su pensamiento y en sus sentimientos, igual que las olas que rompen en el arrecife o persisten, mansas e indomables, en la arena de la misma playa.
La tentación de volver a sentarse en la piedra, en lo que de pronto le parecía un paraje desolado que no se diferenciaba mucho del que reverberaba en la angustia de algunos sueños, le hizo caminar presuroso carretera abajo, como si la propia tentación tuviera un resorte que saltaba de igual manera con la atracción o el vencimiento.
—Es como la trampa de cazar ratones... —escuchó en el eco de una voz, que en seguida se le hizo reconocible y nada grata—. Caes en ella o sales pitando, espantado, al ver que el resorte funciona y estalla el muelle como una granada.
Lo que buscó con los ojos, deteniéndose un instante, observando el relieve deforme de los desmontes, la sima derramada de las torrenteras, no lo liberó de aquella voz y el ingrato recuerdo de su dueño.
La figura de Tulio no asomaba en ningún sitio.
Era imposible detallar nada en el panorama, que en vez de abrirse parecía cerrarse hacia la confluencia de los barrios de Doza que limitaban la dirección de Morval.
Los Barrios tampoco tenían una definición urbana que alterara el polvoriento pergamino en que la ciudad se había eclipsado, apenas alzaban las crestas rotas o el grumo de las techumbres.
La voz se hizo insistente con los pasos, y en el momento en que Ismael llegó a pisar el bajo del pantalón y tuvo que hacer un quiebro para no caerse, lo que resonaron ya no fueron sólo las palabras de Calvado, el más aborrecible de los compañeros en las vicisitudes profesionales, cuando los Agentes de tan distintos negocios compartían plazas, comedores, pensiones, viajes, sino el destello marrón de su figura como una liebre agazapada que de pronto se hubiese levantado antes de echar a correr.
Hablaba de la tentación y hacía chascar los dedos como si el estímulo debiese recabar el sonido deslizante del muelle, que resultaría el único aviso antes de resultar atrapado. Ese impulso que ya exuda el gusto del peligro y anticipa el placer al que sólo se acercan los más osados.
Caer en ella.
Esa frase retumbaba con la conmoción con que la voz de Calvado certificaba la valentía.
Alargarla todo lo que se pueda, ir a llamar una y otra vez a la misma puerta, concertar una cita y no acudir para, días más tarde, disculparse y volver a concertarla.
El regusto, la molicie, el júbilo, el regodeo.
La culpa se va administrando con el olfato parecido al del ratón que huele el queso, la misma disposición de la alerta y la trampa. El acecho.
—Viene Calvado con algunos arañazos... —decían entre bromas y desprecios los representantes, los Comerciales, un Agente que llevaba cuatro días con el coche averiado o los Visitadores que se disputaban los mismos consultorios y establecimientos.
Un rictus de cinismo y amargura que en vez de dejar su huella en los labios parecía clavarla en el paladar y la garganta, cuando la voz de Calvado aseveraba que en la trampa no quedaba sólo un bicho muerto: la sangre, el dolor y el deleite eran el resultado de la pieza cobrada, nada importaban los arañazos o las heridas.
A Ismael siempre le desagradó aquel repertorio de tentaciones y celadas.
El rictus de Calvado se acomodaba al desprecio de la víctima. La voz expandía la suciedad que en tantos casos necesitaba que se fregaran las conciencias para que quedasen limpias.
También podía venir subiendo por la carretera, como otro Viajante que intenta llegar al alto, el eterno maletín tan marrón como el traje en la mano derecha, la colilla del puro en los labios y el brillo del rubí en el anillo que reventaba como una vena rota.
O estaba tras él, a punto de alargar su mano para depositarla en el hombro y presionar, con el mismo gesto con que los policías secretas detenían al sospechoso.
La voz no cesaba y el aliento le soplaba en la oreja:
—Ahora Cieza va a contar lo que esconde en el número siete de Cañaverales, esquina Arzobispo Cabrera... —decía el policía, complacido en el interrogatorio y seguro de que el detenido iba a pasar un mal rato.