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—UN padre es un mueble... —musitó aquel hombre derrumbado, que tenía abiertas y abatidas las manos sobre la mesa del despacho, el cuerpo vencido y la cabeza apoyada en el respaldo, con el cuello doblado.
Ismael quedó al pie de la puerta que Marita cerraba. El resto de los empleados lo habían visto cruzar acompañándola con esa disposición en que no es posible disimular la curiosidad llena de suspicacias, aunque ninguno se atrevería a preguntar nada.
En los Seguros Occidentales la norma laboral tenía la pátina del comportamiento comedido, una relación de familiaridad discreta que, en los tiempos más heroicos, distinguía muy bien a los administrativos de los agentes, ya que quienes hacían el trabajo exterior, los cazadores de pólizas, llevaban una vida más descontrolada, y esa libertad externa, los viajes, la cartera de clientes y citas, les daba también un desparpajo particular, según el carácter de cada uno, y otro tono profesional y vital muy acusado en el contraste de la Oficina.
—Un mueble, Ismael... —remarcó don Medardo, sin removerse—. Lo pones donde quieres, lo usas, lo olvidas, lo quitas, se lo lleva el chamarilero. El mueble no tiene sentimientos.
Las manos temblaron sobre la mesa y se movieron hasta expandirse lo que los brazos les permitían.
Podía ser un temblor proveniente de la combustión que alimentaba el cuerpo de don Medardo, la leña que en su interior formaba una hoguera que llegaría a crepitar del modo más inesperado. O podía tratarse, pasado ya el sobresalto y el vértigo del incendio, de las brasas que ahuyentaban las palpitaciones sin que la postración permitiera realimen-tarlas, pues como en tantas ocasiones que Ismael había observado, desde el decaimiento y la resignación a la indignación y el improperio se debatía aquel hombre con la reacción más inesperada, contraviniendo el cuidado de la cardiopatía.
—Un mueble cualquiera. Da lo mismo el lujoso que el rústico. Está en el despacho o en el comedor de casa. Ya no digo en la alcoba, porque el viudo hizo de la cama matrimonial un valle de lágrimas, y en la luna del armario donde se mira no ve otra cosa que los ojos que se fueron.
La respiración se contuvo y, por un instante, Ismael temió que el hombre se quedara tieso, con aquel reflejo de espasmo que sobrevenía en la expresión de los disgustos, muchas veces como si las palabras se subsumieran en el resuello para que la voz permaneciese estrangulada, mientras seguía accionando.
—Lo he soñado, Ismael. No vayas a pensar que esta desgracia me afectó las meninges. El mueble, el que sea, lo cogen entre cuatro hombres que son cuatro malas bestias, lo sujetan con una soga y lo sacan por el balcón. Ya te digo que no sé si es mi casa o es el despacho. Abajo hay una furgoneta llena de cachivaches, lo que quiere decir que el mueble es otro trasto más. Yo no soy capaz de impedirlo. El padre es el último mono.
La cabeza del hombre recobró la posición normal, las manos se asieron temblorosas entre sí, y cuando alzó los ojos y vio a Ismael, que había dado cuatro pasos en dirección a la mesa, hizo un gesto de asentimiento y desolación.
—Esa soga se rompe, justo en el momento en que el mueble llega a la caja de la furgoneta. El motor ya está en marcha, no te creas que el conductor se anda con chiquitas.
No estamos hablando de una mudanza, se trata de algo mucho más doloroso. Es el hijo que roba al padre. Es el mueble que es el padre mismo, magullado, hecho astillas. Ya te puedes imaginar quién conduce la furgoneta...