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EL chico parecía un hombre, aunque posiblemente lo más exacto sería decir lo contrario: que el hombre parecía un chico, había algo raro en el aspecto de Meló y la perspicacia de Ismael, que era el atributo que mejor sustituía su falta de atención o la disipación que Novelda tanto le echaba en cara, en seguida detectó el sesgo huidizo de su mirada y un afán por no estar quieto.
El dueño del Taller Combarros no sólo era manco, también tenía una nube en el ojo izquierdo, y no resultaba fácil compaginar en la curiosidad de tenerlo enfrente la rigidez del brazo, que le pendía como un apósito, y el vértigo de la nube que volaba en el firmamento de la mirada igual que un algodón diminuto que acabase de limpiar una lágrima.
—Lo único que le pido es que no me lo entretenga. En la lampistería, como en cualquier oficio eléctrico, son los cinco sentidos los que se usan, y a Meló el vuelo de una mosca se los reduce a tres.
Lo que había de raro en el aspecto de Meló, además del sesgo y el afán, era la contradicción del pelo turbio y revuelto y la barba hirsuta que tenían distinto color, con el añadido de que la barba crecía desproporcionadamente, con mayor intensidad en el lado derecho de la cara.
Tampoco dejó de llamar la atención de Ismael, mientras observaba a Meló salir del Taller sin gana alguna y caminar unos pasos para cruzar la calle, el vaivén de los hombros, uno mucho más alzado que el otro, y las perneras del pantalón que estaban cortadas a distinta altura, de modo que la pierna derecha parecía bastante más larga que la izquierda.
—Si es usted un familiar... —le dijo a Ismael el dueño del Taller— no estaría de más que le rogara mayor aliño. La lampistería no está reñida con la higiene, usted ya me entiende.
A lo que Meló olía no era a lo que el Taller supurase, un hedor quemado de carbón y tungsteno, la combustión luminosa de los hilos que restallaban o el aceitado soporte de algunas lámparas que parecían desechadas en el rincón.
El olor también esparcía la rareza de lo que no proviene de la transpiración o el descuido sino de la contaminación del aire que respira quien lo expande, alguna emanación oculta como la que brota de las chimeneas cuando están apagadas.
Meló entró en el bar de enfrente, debía de ser el único de Piloto Ucieda, una calle de industrias modestas y comercios parasitarios, de los que en Doza nadie sabe de qué viven y a los que la Cámara de Comercio no considera en la estadística económica, dado el bajo rendimiento y la indeterminación de las provisiones.
Apostados en la barra, donde Ismael dejó el paquete, la mano de Meló se anticipó a cualquier otra indicación, como si pretendiera señalar algo o no lograra estarse quieta, y el hombre que atendía el diminuto negocio, ya que el bar no ofrecía otro servicio que el que pudiese procurar la escueta barra, sirvió dos vasos y los acercó sin mediar palabra.
—Lo que se le ofrezca... —dijo entonces Meló como sin venir a cuento, y sin que se entendiese muy bien a quién se dirigía, mientras con el vaso tembloroso en la mano daba unos pasos hacia atrás y los mismos hacia delante.
—Nada... —indicó Ismael—. Nada que no sea venir al Caudal, que es un Barrio que no frecuento, entre otras cosas porque me cae lejos y en él nada se me perdió, y preguntar por usted en el primer taller de lampistería al que he entrado en mi vida.
—Pudo ahorrárselo... —opinó Meló, cuya mirada circundaba una realidad difusa, el universo ajeno que un ser humano de su catadura jamás sentiría como propio porque seguramente no tenía ni el más mínimo sentido de propiedad sobre el mundo.
Ismael le acercó el paquete sobre la barra, pero Meló no pareció darse cuenta, ni siquiera se había percatado de su existencia.
—Es suyo —dijo Ismael—. A eso vine, a traérselo.
La mirada de Meló regresó de la realidad difusa pero no se orientó en la dirección que Ismael indicaba, no era difícil pronosticar los enrevesados despertares de aquel hombre que parecía un chico, probablemente despabilaba con el zumbido de una mosca que se aferra al cristal de la ventana porque no puede huir del sueño y siempre resulta más grata una prisión de vidrio.
—Ni mío ni nada.
—Abralo —le ordenó Ismael—. En la vida hay muchas maneras de que a uno le toque la lotería.
—La suerte me da grima.
Por fin la mano derecha de Meló se acercó al paquete, lo hizo sin ninguna confianza, como si se tratara de un movimiento inesperado.
—Usted no es trigo limpio —musitó entonces, mientras la mosca se iba sosegando en el cristal.