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HUBO dos cartas que casi coincidieron en la recepción de los destinatarios y que, en ambos casos, anticipaban el mecanismo de la desavenencia que se iba a poner en marcha, aunque en lo que a Novelda correspondía ese mecanismo tenía bastantes antecedentes.

Ismael era dueño de un pasado anterior al matrimonio que Novelda no desconocía por completo o que fue reconociendo entre algunas informaciones casuales, la confesión desinteresada que suele producirse en los momentos bajos en que la sinceridad es un aliciente de la estupidez o del vano pagamiento de uno mismo, al que Ismael no era nada propenso pero que fluye sin previo aviso en un instante sentimental con el añadido de alguna copa de más, o en lo que se descubre en el inconsciente patrimonio de quien vive a nuestro lado.

La compañía no comporta sin remedio la vigilancia pero concita, también sin remedio, ese encuentro de cosas, objetos, pertenencias casuales que aparecen donde menos se espera y sin que exista ninguna apetencia de búsqueda, como si el patrimonio inconsciente se pareciese a la piel mudada que la culebra abandona con la naturalidad que no impone el descuido.

Un alfiler de cabeza dorada con la punta que denota la suciedad sanguinolenta, el frasquito de esencia rancia que expande un sospechoso hedor, la postal que amarillea hasta desvanecer su paisaje y que, sin embargo, mantiene en el dorso la inequívoca huella del carmín y la firma ilegible, el pendiente suelto en la vieja caja de puros resecos y rotos, la penosa agenda de un año del que cuesta trabajo hacerse una idea en la historia personal del dueño, con más nombres y teléfonos femeninos, tachados y reescritos, de los que parecería razonable, y luego, en el orden más incomprensible de lo que el patrimonio atesora, como si hasta la aprensión de una intimidad preservada pudiera causar mayores reparos, el pañuelo sucio, el rizo chamuscado, la barra de labios desgastada y polvorienta, los anillos, las agujas, el sello de correos arrancado como una reliquia y el retrato hecho trizas que se intentó recomponer de la manera menos habilidosa...

Novelda no hizo nada con los hallazgos, los dejó donde estaban y tampoco requirió a Ismael ninguna información al respecto, pero los recordó con insistencia cuando las cosas comenzaron a ir mal. Nada justificaba la persistencia de aquellos desperdicios y no dejaban de ser huellas de un abandono tan maltrecho como penoso.

Estaba convencida de que todo lo que correspondiera a ese patrimonio inconsciente de Ismael ya ni siquiera tendría un reflejo en su memoria, el descuido le daba al enterramiento un destino de pertenencia ajena, lo único preocupante era la falta de decisión para que todo aquello no hubiera sido liquidado en su momento.

Probablemente nada delataba algo especial y, en el fondo, lo más ingrato era esa subsistencia de unas huellas que el tiempo ensuciaba, lo que podía suscitar la propia impresión de que siempre habían estado sucias o de que a quien le correspondieran no había sido capaz de borrarlas con un espontáneo gesto de higiene.

—Hay un lastre en esta materia de la que estamos hechos... —decía Lucio Cañada, que era el amigo con quien Ismael mantenía la mayor confianza a lo largo de los años, uno de esos amigos que asumen el generoso testimonio de lo que somos, siempre con la mejor disposición y la puerta abierta.

El amigo a quien Ismael Cieza tendría que recurrir aquel día crucial, cuando lo que la jornada le reservaba motivó que, en un momento concreto, se le cruzaran los cables.

Era el amigo que en el trato cotidiano no suscitaba ningún requerimiento explícito, nada que les concerniese en lo que no fuera el sentido de la vida, la observación de las cosas, ese sustrato de la realidad que se percibe desde la sensibilidad y la inteligencia, procurando que la inteligencia enfríe hasta donde pueda los sentimientos.

—No sé por qué puñetas se hace imposible que la baba no marque algo del camino que llevamos, igual que los caracoles.

—Hay temporadas —reconocía Ismael— en que vivo preocupado por lo que pierdo, por lo que se me cae, por lo que dejo. Menos mal que luego se me pasa, y hay un momento en que ya no me acuerdo de lo que se me desprendió.

Novelda le hacía continuas advertencias, sobre todo cuando el matrimonio cubrió su primera larga etapa de felicidad inconsecuente y a Ismael, como ella decía, se le vio el plumero.

—Un mínimo cuidado es imprescindible. El orden es una forma de consideración.

—¿Sabes cuándo lo pasé peor en la vida? —requería Ismael, haciendo patente la contrición y echando el anzuelo para que ella recobrase la sonrisa comprensiva—. Los tres años que estudié en Ordial viviendo en la Pensión Burdeos. Una habitación sin armario. Una mesa, una silla, una cama. Lo que había a mi alrededor era la suma amontonada de lo que iba necesitando y dejando. El montón crecía y la habitación se iba haciendo cada vez más pequeña. Hubo un momento en que me fue imposible encontrar nada. Un día ya no pude salir a la calle porque no tenía qué ponerme, o lo que pudiera aprovechar ya no estaba a la vista.