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—CUANDO le digo que no hay por dónde cogerlo... —aseguró la mujer que en seguida llegó al Corvino, el cafetín que a la vuelta de la esquina solventaba el destino de los últimos borrachos y de las fulanas que se morían de frío en el invierno de Doza— es que ya no se puede dar un duro por su vida.
—¿Está en su casa?...
—En el desván, donde no será el primero que muera.
—¿Qué tiene?...
La mujer había pedido un café con leche.
En la cercanía de la mesa a la que estaban sentados el descuido no la afeaba como en la distancia, cuando Ismael la vio llegar, casi hasta afianzaba un triste encanto en el que el brillo de los ojos repercutía como una joya.
—Bronquios, pulmones. Tulio ya no es Tulio, sólo es lo que queda de Tulio. ¿Cuánto tiempo hace que no lo ve?...
—Mucho.
—Yo lo recojo por lo que le debo y por lo que me debe. Está escondido. Amenazado. La mano al cuello se la puede ahorrar, él solo se puso la soga. Esta misma mañana le dio un ataque.
—¿Lo atiende usted sola o hay alguien más?...
La mujer sorbió el café y se echó el pelo hacia atrás. El fulgor de la mirada se velaba con el gesto de conformidad y el encogimiento de hombros.
Lo que la vida pudiese haberle dado tenía mucho que ver con esa aceptación en la que el horizonte no se distingue, acaso porque ni siquiera subsiste el deseo de distinguirlo.
—Nadie lo atiende, yo lo recogí como otras veces. Le debo cosas y me debe otras. Usted sabe de sobra de lo que se trata, no en vano vino a tiro fijo.
—¿Y qué vamos a hacer?...
—Yo le doy la llave. El desván tiene rota la escalera para subir, pero si Tulio pudo hacerlo, con lo mal que está, usted no va a ser menos. Nadie más sabe nada.
—A lo mejor era la hora de que le pagase esas deudas.
—No son deudas ni favores, en ninguno de los dos casos, ni por parte de él ni por parte mía... —dijo la mujer, volviendo a dejar caer la melena—. Son compromisos de la amistad y el amor, asuntos de la felicidad y la desgracia. ¿Qué piensa usted que esconde Tulio, además de lo que provenga de la necesidad de quitarse de en medio, ahora que anda huido?...
Era algo que jamás se le hubiera ocurrido preguntarse a Ismael. ¿Qué demonios podía esconder, más allá de lo que había robado y lo que proviniera de las deudas del juego, las amenazas, las reclamaciones, el laberinto de sus desafueros entre quienes pudieran buscarlo o perseguirlo, cualquier disparate que uno pudiera imaginar?...
No parecía posible que Tulio escondiera otra cosa, aunque la mujer debía de conocerlo de una forma distinta. Nadie tiene una única cara.
—¿Algún secreto?... —aventuró Ismael, muy interesado en lo que ella pudiese descubrirle.
—Yo le cuento lo que Dios no sabe. El hombre que se pierde no lo hace en vano. Dios no sabe nada. El hombre que como Tulio anda a la deriva, que tiene el ansia de ir y venir por donde no lo llaman, que busca y no encuentra y se estrella en cada sitio, es porque no se aguanta. Lo atan y se desata. Lo vigilan y escapa. Lo quieren y se aborrece. Hay algo dentro de él que no lo deja vivir o, si quiere entenderlo de otro modo, cualquier vida se le queda corta. El resultado es lo que puede comprobar en el desván, y ya no hay manera de echarle una mano, probablemente nunca la hubo, y al cuello no le va a merecer la pena. No será el primero que muera allí.