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ENTRÓ al Café Consorcio sin el menor indicio en el vientre, arrumbados los pensamientos que todavía no se apoderaban de las preocupaciones que en ese día iban a sobrevenir, y en vez de cruzar apurado hacia los Servicios se acercó a la barra, sin que la mirada de ninguno de los camareros dejara de ratificar que el cliente no llegaba en las adecuadas condiciones.
—La vida no es la rutina, don Ismael... —le dijo Calixto que, como encargado del Consorcio, llevaba la chaquetilla negra en contraste con la blanca de los otros camareros.
—La rutina se hace pero no se inventa... —concedió Ismael, sin muchos deseos de enzarzarse en la conversación que Calixto gobernaba mejor que nadie en los circunloquios, ya que también él padecía un estreñimiento crónico en curiosa desavenencia con las dificultades pros-táticas.
—Todo lo que hago lo mido. La concentración se corresponde con la exactitud. El remedio en ayunas, las cuatro flexiones, la manera de revisar la pupila y la media docena de palmaditas en el vientre. Ya no permito que el despertador me sobresalte, son las campanadas en el reloj del salón. Un cuarto es un aviso, una media una advertencia. La señal de que algo debe suceder...
—El mal no admite cronometría, no le demos vueltas... —remarcó Ismael, que aceptaba la infusión que Calixto acababa de servirle.
—No es la rutina... —dijo Calixto, contrariado—. Porque si tuviéramos el convencimiento de que de verdad la vida lo fuese, otro gallo nos cantara. El cuerpo no es una maquinaria que, engrasada y limpia, hace el destajo con el equilibrio justo. Jamás las piezas se engarzan a la perfección. Y además del combustible, la mente, el alma, o un mero sentimiento para echarlo todo a perder...
—Hoy no hice nada de lo prescrito, ya ves cómo vengo... —reconoció Ismael, buscando la comprensión solidaria que no necesitaba solicitar, ya que Calixto siempre estaba dispuesto a dar y recibir el mismo ánimo.
—Lo mío comienza patas arriba, no se desconsuele. Por eso hago hincapié en lo de la vida. Sin encomendarme a Dios ni al Diablo, midiendo el ímpetu pero no las consecuencias, fui a la taza como el torero a la plaza, responsable y valiente. La micción exigua y, como puede imaginar, ninguna otra alteración que me hiciese presumir mayores logros. La próstata devaluó lo que hubiera sido una faena más o menos exitosa. Medida y contradicción. Los impulsos repentinos.
—¿Soñaste que tenías ganas de mear?...
—Soñé, don Ismael, y esto como tantas otras cosas pertenece al secreto del sumario que usted me vela con la generosidad y comprensión que lo caracteriza, con mi cuñada. Un ajetreo libertino, y a verlas venir.
—Yo, Calixto, como bien sabes, ni siquiera en la castidad vengo encontrando remedio para las otras trabas. La soledad no me ha hecho más dúctil. El desamparo no me ayuda. Algunas rutinas las tenía delegadas, y ahora es peor, ni las respeto ni me acuerdo.
Calixto atendía a otro cliente, que lo reclamaba én el lado opuesto de la barra.
Ismael tomó la infusión. El desamparo que acababa de citar imprimió en su ánimo la reconvención de una alerta pesarosa, pero también fue el acicate para comenzar a considerar lo que le aguardaba.
Entonces presintió que ese esfuerzo, la necesidad de enfrentarse con lo que provenía de los sucesos que en los meses inmediatos se habían ido acumulando y que por alguna impremeditada circunstancia sus efectos coincidían en ese día, incidía en el reclamo del cuerpo, como si de pronto fuese la conciencia quien suscitaba el requerimiento.
—No me diga que se predispone... —comentó Calixto admirado al regresar frente a él.
—Voy a intentarlo... —admitió Ismael, encaminándose a los Servicios con tranquilidad—. Lo que hoy me espera conviene que me pille ligero de equipaje.