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MIENTRAS don Medardo cerraba los puños sobre la mesa y hacía un movimiento de inclinación hacia adelante en el que fácilmente se detectaba el intento de contención del combustible que lo abrasaba, Ismael se sentó frente a él y, al tiempo de recordar las palabras de Tulio en las ocasionales conversaciones de sus encuentros o en las encomiendas que con él cumplía por encargo de su padre, presintió un parentesco enigmático en lo que en ese día tenía que hacer, en lo que temía y le aguardaba.

No en vano ése iba a ser un día crucial en su existencia, aunque no lo supiese, ya que de saberlo cualquiera, Ismael Cieza con tantas razones como el que más, hubiera decidido no levantarse, mantener cerradas todas las puertas de su casa y, como acostumbraba a confesar ante la previsión de algo demasiado comprometido o ingrato, refugiarse no ya en la cama sino debajo de la misma.

De la memoria de la infancia le quedaba, entre tantas otras sensaciones y desvelos, la conmoción del cuarto oscuro de los castigos y la desaparición que le proporcionaba ese refugio del niño tendido en el suelo con el somier sobre el cuerpo, un lugar subterráneo que no era un nicho pero ofrecía la misma secreta seguridad.

De nuevo palpó el vacío del cuello y acarició el botón desprendido de la chaqueta. No cruzó las piernas para que el rabillo del ojo no se deslizara hacia la comprobación del dobladillo descosido del pantalón, pero le alcanzó el recuerdo del escarabajo en las baldosas de la cocina, muy quieto en la juntura de las mismas, con la inmovilidad que lo reconvertía en una bola de acero que incitaba a cogerlo para guardarlo en el bolsillo.

Tulio era un ser enigmático, sus palabras, más allá de las baladronadas o las inconsecuencias en que tenía perdida la cabeza, cuando había bebido o fumado lo que, como decía su padre, ni Dios imagina, resbalaban con una imprecisión inquietante, pero menos incontroladas que misteriosas.

Pertenecía a esa recua de seres extraviados, muy perfilada en algunas descripciones de Lucio Cañada, cuando hacía el recuento de su particular zoología humana con tanta soberbia como displicencia, en la que la perdición es un atributo de lo desconocido.

Un ser que jamás sabrá quién es, qué le sucede, y cuyo espejo interior vierte su oscuridad en un descontrol de los actos en el que el propio desconocimiento parece el motor de la voluntad averiada.

No conocerse, no intentarlo siquiera, es un buen modo de no hacerse propietario de la conciencia de uno mismo y, en tal sentido, navegar con el rumbo improvisado de lo que nos da la gana, el placer de lo que queremos, la dicha de lo que está más a mano y, con el tiempo o la edad, la desdicha de esa perdición que no tiene vuelta ni compañía.

No era razonable que la imagen de Tulio se acompasara con la del seguidor que tenía emplazado a Ismael para ese día, el encuentro que había aceptado con más zozobras y molestias de las previsibles, como si de todos sus envíos y llamadas extrajera la mayor incomodidad, la de quien nos reclama reconstruyendo una tela de la araña que suscita el enredo de un chantaje.

—En el Bar Barajas, a las cuatro. Compartir un café es la mínima deferencia, no pido más... —había propuesto Antino.

Yo no sé si hay una justicia moral o un sentimiento convenido para la reparación de lo que pudimos cometer, equivocaciones, deslices, desgracias impremeditadas, decía uno de los mensajes firmados por Antino, y que venía acompañado de la borrosa foto de un niño con bucles y mirada hospiciana, pero confío en que el corazón es un órgano que dicta mucho más de lo que se sabe o reconoce.

Tampoco lo era que en parecida disposición enigmática llegase a coincidir con la presencia de Abril, la hija que llegaba aquella tarde en el tren de Ordial, con la exigencia precisa de que la estuviese esperando en la Estación, y con la correspondiente amenaza, ya que en el carácter de Abril las exigencias se expresaban con la palabra de las intimidaciones, y ese rasgo personal se había afilado extremadamente desde la separación matrimonial, en la que la hija aplaudió la do-lorosa resolución de la madre como el ajuste de cuentas que el padre necesitaba, por penoso que resultase.

—Ahora eres un perro suelto... —le dijo Abril a Ismael—. El perro faldero que dejaron de llevar con la correa, y que ni siquiera será capaz de encontrar la esquina donde alzar la pata para mear.

Lo que don Medardo iba a decirle era algo grave.

Nada que se relacionase con Tulio dejaba de serlo, y en el destino del vástago esa gravedad, desde su ya lejano regreso, siempre tenía las mismas pautas, con el desdoro de lo que la edad afanaba a la decrepitud, ya que el tiempo no pasaba en vano y la mala vida dejaba las huellas que la enfermedad del hijo ponía de relieve en proporción a las dolencias ulcerosas y cardiovasculares del padre.

—Nos estamos matando... —dijo una vez don Medardo.

—La muerte es un guiño, la vida un peldaño... —aseguraba Tulio.