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ÉSE es el Ismael Cieza que él dice cuando en el receptáculo del Café Consorcio apura lo que orgánicamente no tiene precio ni credibilidad, ya que la opción de aguantar en la taza no viene a cuento, ni hay una mínima alerta intestinal ni las preocupaciones que ocupan su cabeza van a facilitar ese regalo de los dioses que es la deposición.
Escondido en el retrete podría ser un buen título para el relato de algunas vicisitudes que muestran muy a las claras la recóndita identidad de Ismael, lo que su padecimiento ha propiciado como coartada para tantas cosas, ya que la reclusión posibilita una retirada del mundo, aunque sea episódica, cuando el mundo se le pone patas arriba.
Ismael no salió del váter del Café Consorcio con la decisión de afrontar lo que sin remedio se le avecinaba, no salió fortalecido en el contraste de la voluntad siempre maltrecha, lo que hizo fue asomarse con el gesto atribulado del incumplimiento y la desgana, sin que Calixto, que atendía en la barra a una cuantiosa clientela, tuviese ya nada que decirle, apenas responder a la complicidad de la mirada con un encogimiento de hombros no menos desganado.
Sería difícil que Ismael admitiera esa opción de quien se esconde huyendo, lo que no era otra cosa que un ardid ajustado a la costumbre como una lapa mental y moral. La huida no era una forma de no afrontar lo que se le planteaba, más en lo personal que en lo laboral, donde los hábitos profesionales procuraban razonables y rápidos resultados, sino del aplazamiento que con un poco de suerte obtuviera el olvido o, al menos, el desgaste que aliviara lo que habría de resolver.
Todo era complicado, también lo más intrascendente y lo más trivial. Las complicaciones se correspondían muy bien con la natural incompetencia y la remota habilidad.
—Deja, deja... —era el recurso con que Novelda asumía lo que Ismael echaba a perder sin siquiera haberse dispuesto—. La mejor solución es verte lo más lejos posible.
Y había una convicción, que Ismael podía acreditar en el repaso circunstancial de su existencia, y que en el fondo, cuando la vergüenza asomaba a sus manos con el temblor de la nada que sostenían, tal vez cuando el jarrón que debía cambiar de sitio se le había ido de ellas o la bolsa que transportaba había desaparecido, esgrimía como aval de su insuficiencia o razón del precario aprendizaje.
—Soy un liado... —decía frecuentemente, en el límite de las llamadas al orden, cuando las cosas se habían puesto feas y estaba tan acorralado por la evidencia que no existía defensa posible—. Siempre lo fui. Un liado, un pobre hombre engañado en infinitos compromisos, alguien a quien cualquiera encomienda lo que se le ocurre, y el paño de lágrimas del último mono.
Nada que ver. Aquel razonamiento siempre les parecía a los demás una salida de pata de banco y, sin embargo, en la condición de liado había una devaluación de la voluntad en aras de lo que podía llegar a ser un asedio entre la generosidad y la falta de recursos para la negativa, que contribuyera de algún modo impredecible a lo que Ismael había llegado a considerarse: liado, devaluado, incapacitado, propenso a las atenciones y el abuso.
—No vengas con cuentos. Te tiras al río con el primero que llega porque lo que te gusta es nadar.
—Parece mentira que queriéndome como me quieres no sólo no me comprendas, sino que no hagas nada por entenderme.
—Que te compre quien te entienda... —podía ser el remate desafortunado con que Novelda mostraba un cierto grado de indignación, y a partir de esa frase ya no quedaba más que decir.
—Me tiro, como hay Dios que me tiro... —murmuraba Ismael para sus adentros—. Cualquier día, cuando ya a nadie se le ocurra empujarme, me tiro de cabeza.