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FUE la carrera lo que incitó la ligera sacudida intestinal, que en algún momento se parecía al despertar de un reptil que le incomodaba como si alzara la cabeza en las tripas: la sensación menos grata de todas pero frecuentemente beneficiosa.

—Ese bicho es muy desagradable pero bastante sabio, yo podría hacerme a la idea de ser su dueño y alimentarlo, igual que quien padece la solitaria... —decía Calixto tras la barra del Consorcio—. Se mueve con el sigilo de las glándulas secretoras.

Llegó al Barrio de Lastre, el más cercano en el límite donde arrancaba la carretera, todavía aturdido por las voces que se mezclaban con el rumor del ejército que no era otro que el de las bolas de acero en el rodamiento que las acompasaba, un ritmo paralelo al de la velocidad del tren alejándose de Moravines.

—Es el tramo ferroviario donde más se padece cuando se sueña, porque los convoyes se desbocan como los caballos y huyen espantados. El padecimiento proviene de los sobresaltos que hacen estallar la angustia entre las imágenes deformadas de las ventanillas. En ese trance murió un chico del Castro Astur que era epiléptico, y abortó una mujer de Celama que ni siquiera sabía que estaba embarazada.

Eran las tres primeras casas y en el bajo de una de ellas había una taberna cuyo letrero no leyó, pero que tuvo la impresión de conocer, uno de esos locales que se acumulaban con parecido recuerdo en cualquiera de los puntos cardinales de Doza y donde quien llegase ya había ganado la condición y confianza del cliente.

No había nadie en el mostrador y fue directo al fondo, con la decisión y el conocimiento preciso de la ubicación del retrete. La puerta estaba cerrada.

—Ocupado... —dijo una voz que parecía un lamento.

El reptil se sosegó y mientras Ismael regresaba al punto más cercano a la puerta supo que la sacudida ya no se repetiría y, por un instante, dudó en salir, consciente ahora de que el desaliento era mayor que el cansancio de la carrera.

—Si se va, tendrá que llevárselo... —dijo el hombre que acababa de aparecer tras la barra—. El paquete lo dejaron para usted, y a lo que quiera tomar invita la casa.

Algunos parroquianos esparcidos por las mesas miraron sin mucho interés.

Ismael se percató de que el hombre se refería a un envoltorio hecho con papel de periódico y atado precariamente con una cuerda.

Se encogió de hombros y alzó las manos con la vana indicación de su sorpresa, aunque la cercanía del envoltorio depositado en el mostrador hizo que sus dedos lo rozaran.

—No es mío... —susurró.

—No digo que sea suyo, digo que es para usted. Un encargo. En cualquier caso, lo mejor es que acepte la invitación y así la espera se le hará más corta hasta que salga el dueño. Un aperitivo ya no lo puede despreciar.

El hombre había hecho una indicación hacia el retrete al mencionar al dueño, y ya no preguntó más, acercó un vaso y lo llenó de vino blanco.

El primer sorbo motivó una respuesta ligeramente alentadora en el estómago, y con el segundo se produjo un movimiento que reclamaba un eco intestinal nada parecido a la sacudida ni a la acción del reptil pero sin duda indicativo de la alerta en las paredes y el fluido glandular.

La opción de un tercer sorbo era arriesgada pero Ismael no dudó, como tantas veces había hecho en situaciones idénticas, y el efecto fue tan inmediato que apenas tuvo tiempo de dejar el vaso al lado del envoltorio y caminar de nuevo presuroso hacia el retrete.

—Un momento... —suplicó la misma voz lastimera, ahora contaminada por el pesar de quien se ve urgido sin capacidad de atender con igual prontitud, mientras se escuchaba el ruido de la cadena y el agua en el inodoro.

Ismael se movió desconcertado, la puerta no se abría. Se llevó la mano al vientre con extremo cuidado, toda caricia resultaba agradecida en el recurso instantáneo, aunque también era habitual que no pasara del consuelo con que se atiende al enfermo que ya tiene el rictus del moribundo.

—Un gesto en el vacío... —podía decir Calixto— o la resignación cristiana del que ya sabe que se acabó lo que se daba... —según aseveraría contrariado su padre.

Fue Tulio quien asomó tras la puerta, cuando Ismael ya se daba por vencido.