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CUANDO ISMAEL se dio cuenta de que lo que estaba haciendo allí sentado en la piedra al pie de la carretera era esperar a Tulio, como si Tulio fuese el pájaro que vuela un rato y vuelve al nido antes de emprender de nuevo el vuelo, se percató de que no había cosa más absurda.
Una vana ocurrencia que en el fondo demostraba las pocas ganas que sentía de ir otra vez a por él, invertir el resto de la mañana en repetir el recorrido por donde Tulio iba dejando la baba del caracol enfermo.
La mujer que lo había escondido en el desván se lavaría las manos y acaso en algún banco de Doza, en el jardín de las murallas o en la fosa que iban cubriendo los derrumbes, estaría sentado lo que quedaba de aquel cuerpo que todavía se erguía en los huesos con la cruceta del espantapájaros.
El viento de Morval alejaba ahora los relieves de la ciudad, como si el relumbre otoñal se contaminara del polvo que desprendían las piedras con la misma emanación cenicienta de los pergaminos, y la atmósfera enrarecida contribuyese a difuminar una lejanía que ganaba distancia en la progresiva desaparición.
No era la primera vez que desde el alto comprobaba Ismael esa flotación de un mar de partículas en el que Doza se eclipsaba como el navio en la niebla, inmóvil y sumergida, llevándose también su imaginación y pensamiento mientras la divisaba.
—Ciudades que son aves de rapiña... —decía Lucio Cañada, mirando por la ventana de la galería en su piso, sin suavizar el gesto despectivo de la afirmación—. Nos roban, nos despojan, nos retienen cautivos y, a los más bobos, cautivados.
La carretera solitaria, esa piel de la culebra mudada que la lluvia y el sol solidificaban como la cicatriz en las estribaciones, pareció moverse cuando Ismael se puso de pie y vio que un coche subía por ella con el esfuerzo renqueante de quien va agotando la respiración.
—¿Viene o va?... —inquirió el conductor, deteniéndose a su lado, y asomándose por la ventanilla.
—Iba a Santa Sila.
—Pues suba que le llevo.
—Ya no hace falta, vuelvo a Doza.
—No lo haga, esa ciudad no tiene rendimiento. Se lo dice un Viajante que con la rentabilidad de tres pedidos ni siquiera pudo pagar una pensión completa.
—No me queda más remedio, es donde vivo.
El hombre había aparcado el coche, que acababa de retener una explosión en el tubo de escape igual que el estornudo que se reprime.
No era un coche muy grande y estaba cuidadosa y exageradamente cargado, tanto en la parte trasera como en la baca.
—¿No iría usted a Santa Sila a que le hicieran un apaño?...
—Llevaba a un enfermo que se me escapó.
El hombre se quitaba los guantes, cogió del salpicadero un paquete de cigarrillos y encendió uno después de ofrecerle a Ismael, que lo rechazó.
—Yo me interno cualquier día... —dijo—. Santa Sila, el Provincial o los Desahuciados del Castro y la Consolación. Voy a subir al Puerto del Septenario, le quito los frenos al coche y lo despeño con el muestrario completo. El comercio ya no remunera lo que el cuerpo necesita, el ánimo está cansado y siempre fui hombre de poco espíritu. ¿Es usted del ramo...?
—Seguros.
—No olvide lo que voy a decirle, ya que no parece normal encontrarlo en medio de la carretera, con un enfermo que se le fue de las manos.
—El hijo del dueño, ya ve qué encargo.
El hombre expulsó el humo con delectación, movió la cabeza. Había sacado la mano derecha por la ventanilla y le indicaba a Ismael que se acercara más, como si quisiese hablarle al oído o no estuviera seguro de que alguien les pudiera escuchar.
—Algo nos sucede, qué le voy a decir que usted no sepa, algo nos pasa... —musitó convencido y encogiéndose de hombros, con la resignación temerosa de quien lo hace para el cuello de la camisa—. No es que usted y yo seamos primos hermanos, pero entre el haber y el deber de lo que llevamos vivido, y lo que nos espera, hay asuntos comunes, destinos equivalentes. ¿No padecerá, por casualidad, alguna dolencia crónica, sin que tenga que ser una enfermedad preocupante?... Se lo digo porque cuando, como esta mañana, encuentro a alguien en un descampado o a mitad de la cuesta, sé de sobra que es el ser humano que mejor me comprendería sin que ni uno ni otro tuviésemos que hablar demasiado. Debemos cuidarnos, intentar que no nos líen, que no nos traigan y nos lleven. ¿Es que el hijo del dueño no es mayor de edad?... Yo le tengo miedo al coche, fíjese qué contradicción. Voy a su albur, hace ya mucho que me ganó la partida, pero espero llegar al Septenario y hacer lo que le dije.
Ismael se había recostado en la aleta.
Escuchaba la voz del hombre como el rumor confidencial de una conciencia que el viento de Morval deshacía.
Era una voz delgada que parecía un hilo del que el hombre necesitaba que alguien tirase, como si en ello le fuese la vida o no hubiera otro conducto para orientarse en el laberinto de su confusión.
—Tampoco me haga mucho caso. Hay ramos más descorazonadores que otros. Llevo la peor campaña de mi existencia y para la temporada de invierno no hice ninguna previsión...