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LA mañana en que Ismael Cieza comprobó que no era capaz de hacerse la corbata, fue cuando tomó conciencia de que su vida llegaba al límite que alcanzan los fugitivos que deciden entregarse, porque ya no les quedan fuerzas para seguir huyendo.
Esa mañana inauguraba un día crucial en la vida de Ismael Cieza, una de esas jornadas que dejan en la playa los restos de lo que el mar arroja para que, al menos, por unas horas queden depositados en la arena antes de que las olas se los vuelvan a llevar.
Las manos irresolutas de Ismael Cieza intentaban hacer el nudo de la corbata, y en la imposibilidad de lograrlo mostraban el temblor con que el nerviosismo pone en evidencia la incapacidad.
Habían pasado muchos años sin que necesitara hacerse la corbata, ya que esa encomienda estaba delegada, como tantas otras de la rutina doméstica, en Novelda, que siempre había sido una esposa atrapada mucho más allá de lo razonable en las tareas domiciliarias, como si las delegaciones no proviniesen de una obligación convenida en el reparto de la convivencia sino en el rastro de las impericias y las dejaciones, que Ismael iba acumulando igual que el bicho que se aleja con la huella de la baba en el suelo.
Las prendas que uno se quita, los objetos que se acaban de tener en las manos, los utensilios recién usados, lo que se descoloca y abandona sin que regrese a su sitio, contraviniendo cualquier norma de orden porque ni siquiera se acepta la existencia de una normativa, ya que el propio comportamiento implica un desconocimiento absoluto de lo que pudiera contribuir a la naturalidad organizada de los actos cotidianos que, para bien o para mal, compartimos con quien se vive...
La corbata siempre se la hizo Novelda y, desde la separación, había un remanente de corbatas hechas que colgaban en el armario como viejos dogales que esperaban el cuello del ajusticiado. Se trataba de la reserva con que Ismael aseguraba la tranquilidad de su inmediato y repetido uso, la garantía de que podía salir corriendo al despacho sin que algo tan penoso como una corbata sin hacer se contrapusiera en el camino. El patrimonio de las prendas así colgadas no resultaba muy edificante, pero en ningún caso le incitaba a la necesidad de adiestrarse con el lazo, como si en el intento de ese adiestramiento la previsión del fracaso supusiera un nudo más sin hacer en su vida.
Y de la concatenación de tantos nudos, hechos, deshechos y sin hacer, estaba colmada esa vida que adquiría un ingrato espesor en la mañana, con el desaliento que el fugitivo administra para darse por vencido.
En el vano intento, ante el espejo que devolvía la imagen ajada que el cuidadoso afeitado no lograba aliviar, y en la que las ojeras marcaban las arandelas de un sueño peor digerido que el que mantiene crudos los alimentos en el estómago, Ismael Cieza fue sintiendo el desamparo que suponía una incapacidad tan flagrante.
Se trataba de un mero gesto que podía haber sido imperceptible durante mucho tiempo y que, sin embargo, adquiría de pronto la dimensión exacta de su significado, lo que la carencia determina en el estupor con que uno acaba de comprobar su ineficacia.
Es precisamente en esas pequeñas cosas que no se ven, en los actos que solventan las necesidades menos relevantes y más inmediatas, donde mejor se aprecia la inconsecuencia o la irresolución de quien está desarmado sin reconocerlo.
En realidad, la convivencia ayuda en muchas ocasiones a que la delegación de lo que no se sabe hacer o ni siquiera se intenta, parezca no ya un demérito sino la peculiaridad divertida y hasta disculpable de quien vuela irredento por otros aires, sin que se requieran los servicios que él mismo no sabe prestarse.
El día en que Novelda se fue definitivamente, cuando la separación matrimonial quedó consumada tras la última y fracasada tentativa, Ismael Cieza tuvo la ocurrencia de reclamar la propiedad del coche familiar, un modelo recientemente comprado, como si al ver a su mujer hacerse con las llaves del mismo en la mesita donde habitualmente las dejaba, hubiese saltado el resorte de lo que siempre fue la observación de un gesto intranscendente, nada distinto al de ponerse el abrigo o sacudirse la melena antes de irse. Una especie de gesto utilitario que siempre le correspondía a ella y al que él era ajeno, salvo en las ocasiones en que las llaves no estaban en su sitio y la soflama de la mala cabeza subía a sus labios como una acusación que a ella le indignaba.
—Es lo último que debiera interesarte... —aseguró Novelda aquel día, sin reconvención ni malicia, con parecida templanza a como había sobrellevado los trámites de la separación—. Jamás te planteaste sacar el carnet de conducir, y no hay cosa más absurda que ser propietario de un coche sin saber manejarlo.
El temblor de los dedos se aferró a la confusión con que la corbata resbalaba como la piel de una serpiente que huye despavorida, y cuando la serpiente colgó abatida del cuello de la camisa, supo Ismael Cieza que la jornada que le aguardaba sería la que mejor mostrara el extremo de la contradicción a que finalmente había llegado su existencia.