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CERRÓ el libro, y eso sí que formaba parte de un sueño parecido al de la máquina descontrolada que describía Lucio, complacido en el humo del cigarrillo que simulaba el vapor.

El tren era el conducto más habitual de las duermevelas y las ensoñaciones, un punto intermedio de velocidad y laxitud en el que Ismael alcanzaba una benigna pérdida de conciencia que le permitía sentirse a gusto, un placer inocente en el que las emociones y las apariciones desfilaban encadenadas en el friso de un cristal de colores que irradiaba una luz muy suave.

Cerró el libro. No podía asegurar que se tratara de El amigo Manso, no quedaba recuerdo casi ni del tamaño del mismo, podía ser cualquiera de los que hubiese leído en los últimos tiempos.

El compartimento estaba vacío, el tren había perdido ese traqueteo que resume el círculo monótono de su dirección, las vías engarzadas, las traviesas salpicadas por la carbonilla, un deslizamiento que apenas rechina en el acero.

Fue esa soledad la que lo alertó.

Estaba seguro de que poco antes, aunque el tiempo del viaje no tuviese medida y las estaciones de salida y llegada se diluyeran en la memoria somnolienta, había al menos tres pasajeros, y hasta asomó el revisor para comprobar que eran los mismos y no necesitaba solicitarles de nuevo el billete.

Abrió los ojos.

La laxitud ya no se correspondía con el temblor de las manos que sujetaban el libro en la inconsciencia hasta que se desprendió de él.

Era un temblor que se acomodaba a la inquietud del despertar, como si abrir los ojos fuese un acto de ruptura ajustado a la amenaza de hacerlo, lo que en tantas ocasiones le sucedía: el sueño, por malo o bueno que fuese, mantenía la suspensión de su irrealidad, y la ruptura, la caída, incidía en el vértigo de quien se siente arrojado de algún sitio. No era muy consciente de esa caída, parecía un accidente del que uno se recobra igual que cuando pierde el conocimiento.

En las duermevelas, en las ensoñaciones ferroviarias, regresaba a la realidad como si al final de las mismas estuviera volando en un planeador que tomaba tierra sin variar la suavidad.

No había nadie en el compartimento ni en el vagón, ni el paisaje que se movía acelerado por las ventanillas del pasillo le servía para ubicarse en alguno de los tramos por los que el Correo cubría su ruta.

Nadie tampoco en las estaciones y los apeaderos, en el tramo de aquel tiempo acelerado que sucedía al despertar, cuando todavía no le era posible pensar en nada.

Fue entonces cuando, en el vano intento de volver al compartimento en el que viajaba desde Ordial, al recordar de improviso que de allí venía, tuvo la sensación de que le seguían o, mejor, le vigilaban, le observaban, acaso con la insistencia disimulada de aquel con quien tropezaste en los andenes y presientes en los pasillos o adviertes mientras se abre y se cierra la puerta de los Lavabos.

Un vagón vacío en el conjunto del convoy.

Los demás, a los que se acercó sin mucha curiosidad, llevaban los pasajeros habituales y en ellos se percibía la animación propia del viaje, como si aquel vagón tuviese prescrito el abandono de los que se derivan a las vías muertas, aunque lo que no había comprobado era que se tratara del último.

Van a desengancharlo en cualquier momento, se dijo Ismael. Me dejarán solo, pensó con renovada angustia, y entonces ya no podré escapar, el que me sigue me encuentra, hay una orden de búsqueda y captura.

No sucedió nada. La duermevela contrarrestó aquella poderosa fisura del sueño que tanto llegó a inquietarle, sobre todo en el límite del sobresalto, cuando alguien abrió la puerta del compartimento y dijo su nombre, sin que él se atreviera a contestar.

Había vuelto a sentarse, cerraba los ojos.

Iba a Doza, era uno de sus viajes habituales, de Ordial a Doza en el Correo de la tarde, cuando entre las sombras del oscurecer volaban unos pájaros que parecían motas de carbonilla. El aleteo fugaz, la esquirla de un vértigo que muy bien podía venir del fondo de la mina...

El Correo se cruzaba con frecuencia con los trenes mineros de Moravines.