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EN la habitación había un camastro y sobre el somier reposaba el cuerpo de Tulio, mal vestido, con visibles magulladuras en la frente y los pómulos y las manos cruzadas sobre el pecho. Los pies sobresalían desnudos como dos bichos despellejados.

—Lo miras, lo tientas, y luego vemos si hay o no hay trato... —dijo el hombre, empujando a Ismael y cerrando la puerta—. Tellerina no es la hija del Corsario Negro, es la que me queda. A quien en ella puso los ojos, la vida se le hizo añicos. Cuando Dios no mira, se ríe el Diablo. ¿Quieres oír cómo me descojono?...

Ismael se acercó tembloroso al camastro.

Tulio tardó un momento en abrir el ojo izquierdo, lo hizo sin mover la cabeza. Luego abrió el derecho y en seguida su voz llegó de ultratumba:

—No es la primera vez que me matan... —dijo medroso y con los ojos húmedos— pero nunca había estado muerto cuarenta y ocho horas. Si me has encontrado es que la empresa de mi padre va viento en popa, soy el hijo de un hombre de negocios a quien sonríe la fortuna.

—Eres el hijo que mata al padre después de cargarse a la madre. Y voy a advertirte una cosa, Tulio, yo no soy un empleado que arriesga la vida por el sueldo, ni entiendo las señas de los enanos ni me apetece ver a una gorda peinarse con los pies. Nunca jamás volveré por ti. La agencia de seguros no comporta actividades criminales y funerarias, que quede claro.

—No te pongas de ese modo, no le hagas un feo a quien te paga. Y, por Dios, llega a un acuerdo con ese asesino... —suplicó Tulio, incorporándose—. Puedes pagarle en efectivo o con un talón cruzado, es más sanguinario que confiado.

Con mucho sigilo había entrado una chica a la habitación.

—Es Tellerina, un amor descarriado.

—La novia del muerto... —dijo ella, echándose el pelo hacia atrás con coquetería.

—Somos, como quien dice... —confesó Tulio, encogiéndose de hombros—, una pareja de delincuentes. El amor en nuestro caso forma parte del delito de haber nacido. Yo en casa de ricos, ella en el fango y la pobreza. Ahora ella vela el cadáver y yo me muero de miedo porque estoy menos muerto de lo que su padre cree.

—No si a usted le gusta el conejo guisado... —inquirió la chica, que ayudaba a Tulio a recostarse de nuevo y le colocaba las manos sobre el pecho.

—Lo prefiero al ajillo... —respondió Ismael tajante y sin disimular su enfado.

—La cocina está al final del pasillo, a la izquierda... —le indicó ella—. Mi padre sólo negocia comiendo. Desde luego el muerto no va a venderlo barato, pero él de cuentas mucho no entiende. Luego, cuando hayan cerrado el trato, tiene que convencerlo para que le ayude a sacarlo de casa. Yo voy a ir poniéndole a Tulio los calcetines y los zapatos. Mi padre es malo pero no tan iluso como para creer que un muerto puede moverse por sus propios medios. Si le dijo que éste era el quinto de su cuenta, ya se imaginará que algo entiende del asunto. Yo sólo recuerdo tres y, desde luego, ninguno se fue andando.

—Hazlo con mucho tiento, Ismael... —suplicó Tulio, que volvía a cerrar los ojos—. Y, por lo que más quieras, no desprecies el conejo, que no se note que eres incapaz de comer un guiso en el que la guindilla puede abrirte un agujero en el estómago.

En el pasillo el viento de las costanillas y la herrumbre del calabozo se mezclaban con un olor de pimentón y tripas, el vapor de la cazuela, la salpicadura del fregadero.

—¿Tentó al muerto?... —inquirió el hombre, que le esperaba con la badila en la mano.

—No me gustó un pelo... —dijo Ismael, con el convencimiento de quien no aprecia la mercancía que le ofrecen.

—¿No será que necesita más medicina?... —amenazó el hombre, alzando la badila como una espada.

—Al contrario, tiene demasiada. El que lo mató se pasó de la raya.

—No mata con precisión el que al hacerlo pierde la cabeza. Yo no soy un artista.

—De todas formas, si le parece, podemos llegar fácilmente a un acuerdo. Me lo llevo por lo que pida.

El hombre regresó al fogón. El olor del guiso atravesó las narices y el cerebro de Ismael como una varilla incandescente. Estornudó y contuvo la arcada.

—Siéntese a la mesa. El trato se hace comiendo. Cuando del conejo no queden ni los huesos, ya habremos apalabrado lo que el muerto da de sí.