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ALGUNAS tardes como ésa, tras un regreso improvisado y pretendidamente reparador, Ismael se adormece en el salón durante más tiempo del que quisiera.

Nunca fue un hombre de los que duermen la siesta pero siempre le gustó disfrutar de un retiro en medio de la jornada, romper la rutina del trabajo para recabar la soledad que le apacigua y sumerge la tensión de los sentidos bajo una superficie de aguas quietas.

Hay una intención que sin duda responde al instinto fisiológico de sus frustraciones y, aunque no sea nada habitual, es en ese intermedio donde reside el mito de las mejores deposiciones, el extraño momento en que la duermevela reconduce una temperatura intestinal muy placentera, y los estímulos enaltecen el murmullo del cuerpo de tal modo que en la percepción de su plenitud no hay reserva alguna, y el propio intestino parece sumido en las fosas seminales y hasta se produce una deliciosa confusión entre la necesidad y el deseo.

—El imperio del cuerpo... —asevera Lucio Cañada, cuando las conversaciones recargan la materia por encima del espíritu y se entretienen en las imposiciones y débitos de la carne—. La potencia de lo que de veras somos. La eyaculación, la deposición. Gusto, paladar. No cabría distinguir entre lo que supone el alimento y el aliento de la carne. Hay quien caga con la misma complacencia con que orina o eyacula. La misma piedra también del placer y el dolor. La del riñón que tanto padezco, las apreturas prostá-ticas que nos esperan a la vuelta de la esquina. Un imperio que poco a poco iguala las glorias y las derrotas.

Podía mantener esa murmuración del adormecimiento como un recurso de reposo y huida, sin que en el tramo de la inconsciencia surgiera ningún aviso, con ese poder desactivado con el que en muchas ocasiones nos hacemos dueños del sueño sin la mínima culpabilidad, propietarios de un estado de deleite y estima en el que nos encantaría ser eternos.

La lagartija no se movió.

La mano de Damina Olmedo se había extendido sobre la tarima resquebrajada en lo que podía ser un vano intento de buscar la suya, y fue entonces cuando Ismael dio un respingo e hizo un fallido movimiento para incorporarse en el sillón, suficiente para que el brote de felicidad se extinguiera, como si cualquier sacudida, el más liviano e impensado resquemor, precipitase la pérdida de lo que el placentero adormecimiento atesora.

—¿Es que te fuiste, es que por fin me abandonaste de veras?

—No he ido a ningún sitio. Estoy contigo. No me

moví.

—No te veo, Ismael, tampoco te siento. La corbata la tienes en la percha.

La mano de Damina se abría e Ismael la sintió muy cerca de sus pies descalzos.

Damina no reposaba encima del somier, estaba debajo, tendida en el suelo, boca arriba, con el mismo camisón blanco, los pies también desnudos.

—Acuéstate. No te despiertes todavía. No te vayas.

—Estoy contigo.

—Tenía que decirte alguna otra cosa, pero ya no me acuerdo.

—Te escucho.

—Es un secreto de mi cuerpo, ya ves qué tontería. Nunca lo supiste por mucho que me acariciaras y mucho que me mirases.

—Me gustaba verte. Me he pasado las horas muertas viéndote desnuda y dormida.

—Lo descubrí de niña. Tengo el brazo derecho más largo que el izquierdo, y la pierna izquierda más larga que la derecha. Y otra cosa: gasto dos números distintos en los zapatos de cada pie. Un treinta y siete en el derecho y un treinta y ocho en el izquierdo.

—Debe de ser la razón de que nunca te pusieras aquellos que te regalé.

—Ahora, si fueses capaz de mirar a tu hijo a los ojos, si te fijaras en ellos, también comprobarías que los tiene distintos, de distinto color.

Ismael estaba de pie.

La figura de Damina tendida en el suelo, bajo el somier, parecía haberse empequeñecido. Los únicos que mantenían su tamaño eran los ojos, exageradamente abiertos, y la mano derecha que al abrirse parecía crecer.

—Nunca fui la salvación de nadie... —la oyó musitar, mientras los alambres del somier crepitaron como si alguien se hubiese tendido en él.

—Tampoco yo soy la razón de nada... —dijo Ismael, sin apenas escuchar sus propias palabras.

—Había un ángel que velaba por mí cuando era niña. Se llamaba Matías. Cuando hice la Primera Comunión me acarició la frente y me dijo que ya no lo necesitaba, que sería el mismo Dios el que se encargase de mí.

—Se me está haciendo muy tarde.

—Siempre tuviste las prisas de los viajantes de comercio. Un Agente de Seguros necesita más paciencia en la profesión.

—Por eso no fui un buen Agente.

—A mí me gustabas así, Ismael. Lo que dura demasiado se aprecia menos.