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LA mañana podía alargarse en la expectativa fisiológica, siempre y cuando la rutina no sufriera sobresalto o, al menos, en el discurrir laboral nada quebrantara las ocupaciones que no rozasen la preocupación, incluidas las gestiones administrativas y bancarias fuera del despacho o las visitas a determinados clientes.
La rutina tenía un horizonte amplio en el trabajo de Ismael, y la expectativa que sumía su secreto desarrollo en el hipogastrio que acariciaba con tanta devoción como disimulo, tampoco alteraba el razonable decurso de su incitación si nada extraño sucedía. Cualquier corte en la costumbre podía echarla a pique, sobre todo los avisos inesperados, las llamadas que revolucionaban la cronometría de lo que debiera resolverse en el plazo previsto, también la imprevisión que procedía de un olvido de Ismael o del incumplimiento de alguno de los Agentes.
Pero en cualquier caso, aun en las mejores condiciones, la expectativa duraba lo que la mañana, no había otras alternativas en el reloj fisiológico que diesen mayor amplitud al engranaje intestinal, del que derivaba el daño psicológico que producía el mal del cuerpo, al que Ismael concedía excesiva preponderancia en lo concerniente al desequilibrio de su salud, entendiendo que la salud es el bienestar que redime sin quebrantos el día a día de nuestra existencia, un aire fresco que respiramos sin percatarnos, el vigor no me-dible del organismo que funciona por sí mismo, sin que el pensamiento deba congratularse de la suerte de que así sea.
—Desconfía de quienes sólo hablan de lo bien que se encuentran... —advertía don Arno a su hijo, tras saludar a algún conocido en las calles de Armenta y cruzar tres o cuatro palabras—. La salud es el asunto preferido de quienes no la tienen, y los que en seguida aseguran que están bien es que la echan en falta. Nadie está mejor que el que no lo sabe, porque le importa un pito.
Regresar al Café Consorcio suponía que el vientre de Ismael no estaba orientado en el devenir fisiológico o, lo que es peor, que una artificial urgencia procuraba el reclamo que el intestino no avalaba, y ese conducto de la voluntad premeditada no era otro que el de la temerosa debilidad con que el herido cede porque sabe que no existe sanación y complacerse en el fluido de la herida abierta es una forma suave de aceptar la derrota.
—Nadie vuelve tan temprano donde nada hubo que hacer... —dijo Calixto, viendo cómo Ismael cruzaba cabizbajo, la mano derecha colgada sobre el hipogastrio y la izquierda intentando disimular la falta de corbata en el cuello de la camisa.
—Voy sin fe.
—La esperanza y la caridad también son virtudes teologales. Me conduelo porque en el lugar del crimen ni hay cadáver ni Cristo que lo fundó, pero esas virtudes deben sufragar un ánimo cristiano. Ojalá Dios lo coja confesado.
Ismael se encaminaba hacia las escaleras de los Servicios, se detuvo un instante.
—¿Sabes, Calixto, cuándo me di cuenta de que el estreñimiento era un mal que dificultaría mi existencia?...
—No hay caso paralelo, cualquier eventualidad.
—Cuando de niño soñé que me caía por la taza del váter y en el abismo hubo una soga a la que pude cogerme para que no me estrellara.
—La soga del íleon, la del duodeno o el yeyuno. Se agarra uno a sus propias entrañas, cuando se siente caer en el averno del inodoro.
—Un niño amedrentado que cuando echaba el pestillo y se quedaba solo en el retrete sentía que el mundo era un aparato digestivo que lo acababa de engullir.
—Alzas la tapa por primera vez en tu vida y lo que parece una necesidad es un tormento. Yo no me caí pero fue peor, a mí me llamaban. Un ruido gutural, un apremio, un insulto. Me llamaban por mi nombre, y el eco de aquel requerimiento me convirtió en un niño infeliz.
Tras la barra, Calixto hizo un gesto de compunción.
Ismael bajaba las escaleras con mucho cuidado. La soga intestinal era un rebujo tubular que no pendía de ningún sitio, pero Ismael la había sentido soltarse con la consistencia de la del ahorcado y en el abismo se asió a ella con las dos manos. El sueño lo ataba en el vértigo de un pozo negro.
—Paciencia, es la palabra que mejor rubrica el diagnóstico... —repetía Calixto resignado.
—Es tan cruel el peso de esta piedra.