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—LO que soy no es precisamente usted a quien se lo voy a contar. Lo que soy, lo que hago, la mañana que llevo, el día que me espera.

—No se engañe conmigo ni me venga con disimulos. Una lámpara no es un chisme cualquiera ni el oficio se aprende en tres días. Le veo venir, no soy bobo.

—Me limito a cumplir un encargo. Tampoco me pagan por perder el tiempo, aunque muchas veces tengo la sensación de perderlo sin cobrar. Lo último que se me pudiera ocurrir es estar ahora mismo con usted en este bar que ni siquiera sé cómo se llama.

—No tiene nombre ni hay otro en la calle.

—Peor todavía. Si tuviese que dar explicaciones de por dónde anduve, el lugar exacto en que le hice entrega del paquete, figúrese la dificultad. Por lo menos el propietario tendrá nombre.

—Tampoco.

—No sabía que en el Caudal lo que más gustaba era el anonimato.

—En el Caudal, como en cualquier otro sitio, lo que más gusta es que le dejen a uno en paz.

—El paquete es suyo. Lo mínimo que podía hacer es cogerlo y abrirlo. Yo cumplo lo prometido dejándolo en sus manos.

—Yo no.

—Entonces ¿qué hacemos?...

—¿Es que se cree que soy un pardillo? ¿Es que puede pensar que no me doy cuenta de quién lo manda, de parte de quién viene?...

—Usted es un hijo como cualquier otro, no se haga el estrecho.

—Está usted muy equivocado. No me parezco a ninguno. Los hijos que usted tenga, allá usted con ellos. No hay padre reconocido porque no hay padre que reconozca. Y de ser hijo estoy hasta el gorro.

—Me pone en un aprieto.

—Al Caudal se llega por donde se sale, no hace falta que vuelva por un camino distinto. Y con el paquete puede hacer una cosa: tirarlo en la primera papelera que encuentre.

—Es un paquete que contiene una última voluntad. La del padre que sabe que usted es su hijo pero desconoce quién es la madre. Un hombre engañado en sus responsabilidades, ya ve qué desafuero: cuatro madres posibles, y eso que estamos hartos de oír que madre no hay más que una.

—La mía es la misma.

—No le entiendo.

—La desconocida.

—¿Cómo se decidió por el oficio de las lámparas?

—Para alumbrarme.

—¿Es que no ve bien?

—Sólo lo que me interesa. Nunca necesité que me echaran una mano. Las madres me aburrieron, y ya le digo que de ser hijo estoy cansado.

—No sabe cómo me preocupa. A su padre no se le parece mucho, aunque tiene un aire que no sabría concretar. No son sus ojos, pero hay algo en la mirada, debe de ser desde dónde mira. Su padre mira desde muy lejos, desde el lugar más extremo al que fue, el paisaje escondido de los hijos pródigos. ¿Sabe que su padre fue un hijo pródigo?

—Calavera.

—¿Qué sabe de él, qué le contaron las madres?

—Si estoy cansado de ser hijo, ya se puede hacer a la idea de lo que me importa el consabido padre. Nada de nada, lo que pudieran contarme era lo mismo que un hijo abandonado pensaría, lo peor en cualquier caso. El hijo no se hace ninguna idea. Ese hombre podía haber sido cualquier otro.

—Le repito que me preocupa. Es un aire de huido. Un paisaje en el fin del mundo.

—Yo no he ido a muchos sitios. Armenta, Ordial, Doza, un pueblo del Castro Astur. Desde que tengo uso de razón me baño y me mudo una vez a la semana, aunque algunas veces me olvido y puede pasar un mes. El oficio lo aprendí con mucho esfuerzo, las manos las tengo más livianas que la cabeza, no sé si ese padre que usted dice tiene o no tiene dos dedos de frente.

—No los tiene, pero tampoco es tonto.

—Dicen que el hijo hereda lo peor del padre que no reconoce, la madre es otro cantar.

—No sé, no entiendo de estos asuntos. Lo que le ruego es que se quede con el paquete. Una última voluntad, sea de quien sea, merece un respeto.

—También habría que respetar a los hijos que nunca fueron otra cosa que eso, hijos. La vida me pasa esta receta y si no fuese por la lampistería sería el pobre desgraciado que se harta de llorar en el cuarto oscuro.