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ISMAEL fue a buscar un taxi. A Tulio más que bajarlo tuvo que descolgarlo, la escalera del desván estaba rota y había un tramo en el que el cuerpo quedaba en el vacío, lo que le sirvió para comprobar el mínimo peso de la madera seca, ese resto de astillas que semejaba el montón de sus huesos.

—Doza... —musitó Tulio cuando el taxi arrancaba, y se acomodaba acurrucado en el asiento de atrás, mientras Ismael, a su lado, le daba al taxista la dirección del Sanatorio de Santa Sila— principio y fin de todas las cosas.

La mujer se había asomado de nuevo, cuando Ismael llegaba al portal con Tulio cargado como un saco a los hombros.

—No lo lastime, por Dios... —pidió en un grito compungido—. La suerte está echada, pero el dolor todavía puede durar un buen rato.

—Se hace lo que se puede... —se quejó Ismael—. En la medida de mis atribuciones no hay traslados ni últimos auxilios, los Seguros resarcen pérdidas y daños.

—Pueden ser sus últimas horas.

—Por lo que pesa, ya no es otra cosa que la pluma con la que firmarlas...

Doza seguía con las calles inanimadas.

La luz esparcía algunas rayas de cal que se movían sobre el pergamino de las piedras y el pavimento mientras el coche intentaba desenmarañar el dédalo evitando las direcciones prohibidas, y en los ojos de Tulio había un progresivo deslumbramiento que removía su espíritu y alteraba la percepción de lo que pudiese ver y su conciencia le dictase, como si el viaje sucediera lejos de la realidad y el tiempo, en el espacio vacío de un fulgor que le llenaba de sosiego.

—Ya no dices nada... —le requirió Ismael.

Las manos de Tulio se aferraban como garras a las rodillas, los dedos muy separados, la cabeza permanecía erguida y en el pelo ceniciento se podía apreciar la mancha oscura de un golpe o una costra morada.

—Nada.

—Te van a echar un remiendo. Todavía te queda cuerda.

Los ojos de Tulio se volvieron hacia Ismael y la sonrisa que intentaron sus labios se desdibujó antes de formarse.

—Esta Doza del pecado... —musitó.

—Te meto en Santa Sila, luego hablo con tu padre. Más lejos ya no vas a ir, Tulio. La vida te pasa recibo. Lo que te has estado jugando era el más allá.

Tulio tardó en hablar, el taxi se revolvía buscando el alivio en la dirección a la carretera de Morval.

—Es bonita, no me resiento, la quiero así. Yo no soy el ciego de la esquina, el de los cupones, ni vendí la suerte ni me la regalaron, nada me tocó que no fuera lo que afanase. Soy la mitad. Doza me gusta.

Cerró los ojos, volvió a abrirlos.

Un polen de cal o el polvo brillante de alguna resquebrajadura flotaba en el desvarío de la mirada de Tulio, la cabeza se le fue hacia un lado.

—Voy a dejarte en manos del doctor Vihuela.

La carretera serpenteaba tras el último barrio y en seguida alzaba la línea en la dirección de los altos por el Norte urbano, entre los yermos que el otoño oxidaba sin que siquiera el dorado de la luz, en los atardeceres, pudiese reponer la tintura.

Era una carretera que abandonaba Doza con la decisión de quien no vuelve, una vía en el desamparo de un horizonte ignoto, lastrada de baches y escoltada por los desmontes y las torrenteras, en cuyo inicio quedaba la huella de los viejos cuarteles abandonados, alguna garita en el olvido de la más inútil vigilancia.

—El dinero no era para pagar las deudas del juego, era para sacar del hoyo a un hijo enfermo... —dijo Tulio—. Yo también soy un padre de familia.