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UN hombre sentado en el receptáculo.

El aposento con las instalaciones necesarias para aliviar las necesidades fisiológicas, orinar, mover el vientre, era de una extrema limpieza en el Café Consorcio.

La obsesión de Calixto, el encargado, rozaba el límite de la alterada sensibilidad con que padecía su propio detrimento, ese efecto solidario en las penalidades de una Cofradía que administra el quiero y no puedo con la íntima congoja de un secreto que pertenece al barro del que estamos hechos. La señora de la limpieza cumplía las normas de un local impoluto, que eso era el Consorcio, con una dedicación muy especial a los Servicios.

—Es el colon melancólico —decía Calixto, cuando entre las razones del padecimiento se deslizaba la apreciación sentimental, a la que era muy aficionado.

—Y la próstata pesarosa —le animaba Ismael—. Esa glándula huérfana que se siente desasistida.

Es lo que somos, musitó una vez más en el receptáculo, consciente de que el gesto no tenía contribución, ya que no existía el mínimo indicio y, al contrario de las mañanas propicias, lo que debiera haber hecho, tras la infusión, era subir directamente al despacho de Seguros Occidentales, sabiendo que en ese tramo final, los tres pisos pacientemente superados con pasos lentos y un reposo en los rellanos, se podría suscitar el definitivo reclamo.

Lo que somos, repetía Ismael allí sentado y sin la más mínima posibilidad.

Una constatación inocua que en el pesimismo de otras mañanas tenía un deje de ironía, ya que en la conciencia de esa precariedad no dejaba de existir una coartada de las que, con razones más solventes, usan con frecuencia los enfermos. La precariedad que sufraga ese mal del cuerpo es un asunto que uno resuelve no sin cierta conmiseración y que en el entramado solidario ofrece las particulares condolencias y comprensiones que las enfermedades más serias no promueven.

La pena del mal se hace insolidaria cuando el carácter del interfecto es agrio o se va agriando con la edad.

Ismael recordaba los años avejentados de su padre, sobrellevados con la autodefensa de su desgracia, como si el avatar de mover el vientre se interpusiera a cualquier otra resolución y la vida se radicalizara desde ese acto improductivo.

—No soy un hombre... —dijo don Arno, dando un golpe furibundo en la mesa, el día de su cumpleaños, cuando los hijos acompañaban al viudo que, al fin, había accedido a un festejo familiar, tras varios años de negativa desde el fallecimiento de su esposa—. No lo soy, y conviene que lo sepáis. Las mismas fechas que cumplo son las que llevo sin cagar como Dios manda.

La amargura superaba hasta las mismas inclemencias de lo que fue arruinando su corazón maltrecho.

Un hombre avisado, lleno de notorias insuficiencias cardíacas, con tres operaciones y esa existencia limitada de quien, como tantas veces afirmaba, llegaba a sentir el corazón en la boca cuando hacía algún esfuerzo indebido, el propio esfuerzo de la deposición, la maldita necesidad de que las heces viajen aunque sea como lo hacen quienes sacaron billete de tercera o van en el tope del último vagón.

Esto somos, volvió a decir Ismael.

Su padre aguardaba la muerte sentado en el sillón del salón, tras la exigencia sin paliativos de que lo sacaran del Sanatorio aunque falleciera en el traslado, lo que los médicos no consideraban improbable. El infarto lo había dejado, como él mismo describía muy gráficamente, igual que el primer palote que hizo en su cuaderno de niño.

—Y ahora, Ismael... —le dijo don Arno, aquella tarde en que lo velaba— me llevas a la taza y me sientas. Tú eres el único que me comprende, porque heredaste esta impericia. Quiero morir esperando lo que nunca llegó como debía, vengarme de la vida en el lugar más inoportuno.