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NO era raro que Ismael sintiera alguna imprecisa incomodidad ante un suceso imprevisto o una observación que se constituyese en la advertencia que alertaba algo ingrato, y eso fue lo que le pasó cuando una mañana, entre el correo habitual de la oficina, el que dejaba Marita, la Secretaria de don Medardo, sobre su mesa, cumpliendo las atribuciones que unificaban en ella la recepción y el registro burocrático de los Seguros Occidentales, descubrió la que parecía una carta demasiado ajena a las demás.
Nada particular de Ismael llegaba a la Oficina, ni siquiera un reclamo publicitario o la oferta de un viaje que podría disfrutar si contestaba a una encuesta.
En los Seguros las actuaciones profesionales estaban garantizadas con la reserva propia de una materia siempre delicada y confidencial, y la misma reserva protegía el trabajo de Ismael, lo que le resultaba grato.
Ese territorio laboral de su vida no corría el riesgo de contaminarse con otros. Lo que correspondía a su jornada, incluidas las visitas y las gestiones bancadas y administrativas, se concentraba reforzado en la cápsula de sus obligaciones y nada sucedía fuera de ese entorno, como si la propia oficina resultara una caja fuerte que el empleado abría y cerraba con la exactitud delimitada de sus responsabilidades.
La carta despertó la advertencia y la imprecisa incomodidad de su observación.
La mantuvo en las manos unos segundos, sin decidirse a separarla del resto. Luego, cuando comenzó a abrir la correspondencia y llegó a ella no se atrevió a cogerla de nuevo, la separó con la punta del abrecartas, y miró reticente las señas escritas con una letra muy redondeada. Ya había comprobado que no tenía remite, pero el matasellos era de Ordial.
La mañana y la tarde fueron bastante movidas.
En el final del trimestre se renovaban muchas pólizas y, para colmo, don Medardo llevaba una temporada en la que las aprensiones de su salud, un aviso brumoso que la úlcera reconvertía del modo más impío y con tétricas previsiones en las que no era descartable el tumor, se conjugaban con los reparos del negocio.
La competencia aseguradora ya no tenía en Doza la consideración respetable de una gestión tradicional. En algunos clientes se detectaba la indecisión que años atrás hubiese sido inconcebible y los tantos por ciento se compulsaban más allá de las garantías, como si en el mercado la seriedad, el valor fiable, ya no contase con la consistencia de una cartera bien avalada.
—Occidentales no baja la guardia... —decía don Medardo aquella mañana, como lo diría tantas otras, mientras repasaba un listado sobre la mesa y se llevaba la mano izquierda a la boca del estómago— pero el combate es desigual. El árbitro está vendido. Vamos perdiendo a los puntos.
—Exagera usted... —le decía Ismael, que acababa de refrendar algunas de las pólizas más importantes, y daba cuenta de las nuevas suscripciones—. El mercado se abre, qué duda cabe, y la competencia se desmanda.
—Doza es un reducto. Aquí, como en la Edad Media, no hay más cera que la que arde. No es un pleito entre lo poco y lo mucho, es una partida con las jugadas establecidas. No sabes lo que te encarezco el tesón, yo ya estoy para el arrastre.
—Un mal día lo tiene cualquiera.
—Cierra la puerta y escucha, Ismael. La úlcera es una boca abierta. La sustancia de los tejidos orgánicos se pierde. El pus es la saliva de esa boca. Un vicio local. No me quiero andar por las ramas, este dolor es una causa interna, el aviso fatal de lo que viene. Occidentales no atraviesa el mejor momento. Te agradezco el empuje y la perseverancia. No bajaremos la guardia pero el árbitro no es trigo limpio.
Guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta.
Ni siquiera aquellas consideraciones amargas de don Medardo le habían hecho olvidarla, aunque en el transcurso de las mismas hubo un momento en que sintió que la salud de aquel hombre estaba realmente resentida: el desánimo del propietario venía derivando con la insistencia de la enfermedad que contamina todo lo que trae entre manos, también la conciencia del negocio enfermo, amenazado como su propia salud.
La carta la leyó en la barra de un bar, camino de casa. La misma letra redondeada y clara del sobre se extendía sobre las cuartillas con la voz redundante de alguien a quien conocería meses más tarde, tras lo que Ismael llegó a considerar una absurda persecución y que, a la postre, no fue otra cosa que un compungido seguimiento o el fruto de reiterados encuentros que no se consumaban.
Dobló la carta, le costó trabajo reintegrar las cuartillas al sobre.
—Tulio me mata... —susurraba una vez más don Medardo, con esa convicción con que los padres achacan a los hijos el homicidio moral de su comportamiento, mientras Ismael corroboraba la culpabilidad del hijo calavera.