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CUANDO uno se percata de que le siguen no obtiene la certeza de la persecución, el seguimiento es como un sistema de vigilancia o una actitud de observación distanciada y casual que no determina una resolución precisa, sino la intermitencia de lo que se presiente y la incertidumbre de lo que no se desea ratificar.
A raíz de aquella carta, que a Ismael Cieza le provocó las más encontradas sensaciones, desde el desconcierto absoluto hasta la incredulidad con que se valora lo que no puede entenderse de otro modo que como una broma de mal gusto, abonada por el propio tiesto que te cae en la cabeza, tal como en la carta se insinuaba, esa idea del seguimiento tomó la relevancia de la precaución, el camino más adecuado para andar ojo avizor y, al fin, picar en el cebo que la propia carta constituía.
No era Ismael un hombre precavido y, sin embargo, tampoco podía decirse que no hubiera sido capaz de ahondar en la discreción de una vida encubierta, en tantos tramos de su existencia que exigían que el desorientado no se perdiese más allá de lo conveniente, cuando en el extravío se producían encuentros y sucesos que desnorta-ban las reglas y los hábitos que su voluntad mantenía más o menos a raya.
La voluntad no era precisamente esa potencia del alma cabalmente adiestrada en la maduración y las convicciones. Alguien tan cercano a lo que pudiera denominarse una enfermedad de la misma no podía sentirse en tal sentido dueño de la salud necesaria y, con frecuencia, lo que mantenía al respecto era la condición del convaleciente, otro elemento más, no menos impreciso que el estreñimiento, en la intensificación de la melancolía.
—En eso nos parecemos, aunque por razones bien distintas... —ratificaba su amigo Lucio Cañada, en alguna de aquellas conversaciones tan expresivas de una compenetración ajena a los sentimentalismos, en las que la relación de los viejos amigos establecía un punto de conocimiento y comprensión que la adensaba, como en el entendimiento de dos investigadores que se exponen los resultados de sus descubrimientos para considerarlos—. La voluntad es tan necesaria como peligrosa, imagínate que la vida necesitase de un tóxico para sobrellevarla, quiero decir que los actos fundamentales de la misma, no sólo biológicos, precisaran de un veneno o lo segregasen. La decisión de hacer algo y llevarlo a cabo, la voluntad de acometerlo. Un modo imprescindible de intoxicarse, una manera de irse matando.
—No lo entiendo muy bien. La voluntad más o menos enfermiza es mi mejor aliada. La justificación de hacer lo que no debiera es parecida a la de quien se contagió de un mal y está en el Sanatorio. ¿Qué va a hacer el pobre, qué pudo discurrir, qué se le puede achacar?...
—Es lo que te digo, estamos malos o, en el mejor de los casos, convalecientes. Yo no hago nada de lo que no debo sin sentir que me pongo peor, pero hacerlo supone la contrapartida de saber que el rendimiento merece la pena. Es algo parecido a la rancia idea del pecado. Me acuerdo de los pecados mortales de la adolescencia, tan costosos, tan rentables. Ibas a condenarte sin remedio, pero daban tanto gusto, el placer, fuese del grado que fuese, resultaba más intenso con el aval de la condenación y el infierno.
—Yo lo pasé peor. Tardé más tiempo en acomodar la conciencia. Todavía no la tengo del todo centrada, se me desvía a los lados. Menos mal que la voluntad hace aguas. Cuando era adolescente daba más vueltas en la cama que una peonza. Dormía mal, sudaba mucho. Durante demasiado tiempo fui un chico arrepentido.
La novela de Galdós podía ser El amigo Manso.
Había estado releyendo algunas de las que más le gustaban, y no era raro que lo hiciese en el Correo en los viajes de Ordial a Doza, en los regresos después de las consabidas visitas y gestiones, más razonablemente en los regresos que en las idas, cuando aprovechaba para repasar documentos o tomar notas con datos para las entrevistas.
No recordaba en absoluto a nadie que hubiese entrado en el compartimento del tren y se hubiese sentado enfrente con una cartera en las rodillas, mirándole.
No era mucho lo que recordaba de aquellos viajes triviales de los últimos tiempos por los tramos ferroviarios de sus encomiendas, apenas lo que dejaban otros viajes más lejanos, cuando Ismael era un mero Agente de Seguros parecido al Viajante de Comercio, tan habitual y cercano en la fraternidad de los destinos y las pensiones, un tiempo muy revuelto y diluido en el que los días y las noches se parecían demasiado a las entradas y salidas de los túneles, cuando dormitaba y soñaba en una misma dirección sin mucha idea de llegar a ningún sitio y con la vaga sensación no ya de ser seguido sino perseguido por lo que hacía o dejaba de hacer.
Todo había cambiado mucho, hasta el sentido de lo que en el recuerdo pudieran suponer las inciertas aventuras en las que, la mayor parte de las veces, se había visto involucrado con menos voluntad que indolencia.
—El tren viene detrás de ti... —decía Lucio Cañada, expulsando el humo del cigarrillo como si quisiera simular el de la locomotora que pitaba en la distancia—. Eres un hombre perseguido por una máquina descontrolada que con un poco de suerte descarrila en la próxima curva.