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ÉSE fue el recuerdo que determinó el regreso por la carretera, en el que la distancia de Doza se acrecentaba como cuando en los pasos del sueño hay un sitio al que se quiere ir pero donde parece imposible llegar.
Los pasos de Ismael ya no encaminaban su intención de buscar a Tulio, a quien daba por perdido, aunque la encomienda subsistiera y de la indignación y pesadumbre de don Medardo destilara esa responsabilidad que tan penosamente le venía atenazando desde hacía tanto tiempo, como si Tulio fuese el hermano al que te sujeta una obligación derivada de la promesa que hiciste en el lecho de muerte de tus progenitores, cuando la última voluntad no fue otra que encarecerte el cuidado del vástago enfermo e inconsecuente.
El recuerdo traía lo menos grato de aquellos años profesionales, ese residuo del pasado del que uno se desprende activando lo que el olvido gana en la distancia que, como decía Lucio Cañada, es la mezcla más consistente de la longitud y el tiempo.
—También la más eficaz... —remarcaba, con el punto de vanagloriada sabiduría que hacía muy obvias algunas de sus consideraciones—. Echas a correr el tiempo en la proporción en que te escapas, y cuantas más millas mayor desmemoria. El olvido es un bien que frecuentemente se gana como una carrera.
Existían algunos nombres propios en la ingratitud de aquellos años, nombres y rostros aborrecibles. También había otra zona del recuerdo llena de cosas buenas y benignas, pero tampoco a ella le gustaba volver a Ismael.
—Hay un pasado en el que fuimos distintos. Eramos otros, por mucho que nos parezcamos a lo que somos. Si no cambiáramos, la vida sería un aburrimiento.
Curiosamente esos nombres se correspondían, casi de modo inquietante, con ciudades concretas, espacios comunes del encuentro, lugares compartidos en la coincidencia, con la reiteración que propiciaban las rutas del trabajo.
A Calvado podía añadir, como poco, en una línea de malevolencia y chulería, los nombres de Melchor, Venero y Torralbo, cada uno con el colorido de los holgados trajes que, además de las maletas y los baúles, podrían servir para guardar los materiales de un comercio menudo y a veces más arriesgado que valioso.
Armenta, Borela, Borenes, Oceda, quedaban en la confluencia de alguna noche, una Estación, un bar, la habitación contigua del Hostal Unales o de la Pensión Praga, y cuando Ismael tenía que ir a ellas sentía el desánimo de prever que por allí andarían.
Cieza era la identificación de Ismael, puede que ni siquiera ninguno de ellos conociera su nombre. Cieza, Occidentales, una indicación siempre menospreciadora y envidiosa al constatar que la liviana cartera o el portafolio resultaban instrumentos suficientes para el trabajo, armas ligeras en comparación con las pesadas, una infantería de rápido movimiento que no arrastraba la maquinaria del artillero.
Ismael siempre los rehuyó pero nunca pudo librarse de ellos. La sorna se mezclaba con la confianza en las más inusitadas ocasiones, donde la complicidad que cualquiera se arrogaba daba por hecho que había algo convenido, que todos hablaban de lo mismo, y que en la reincidente casualidad de sus andanzas el encuentro era el alivio para la queja, la confidencia, el préstamo o la propuesta desatinada que siempre tenía una Finalidad no muy clara y la necesidad de que alguien muy de fiar te ayudase a llevarla a cabo.
—Es un enredo, no hay otra palabra... —y era lo que escuchaba Ismael de la voz de cualquiera de ellos, tan paciente como cansado pero a punto de dejarse liar aunque sólo fuera por quitárselos de encima— pero a esto se llega, Cieza, cuando el ovillo no da más de sí. Siempre es lo mismo. Hay una mujer casada, hay un marido peligroso. La amenaza ya no es el aliciente de la tentación, pero el soborno no tiene sentido con la denuncia. Pueden estar conchabados. ¿Con qué cara vuelvo a casa, siendo como soy un padre de familia numerosa?...
Hubo más de una vez en que Ismael fue el mensajero más o menos inoportuno que tuvo que hacer la arriesgada llamada telefónica o tocar al timbre de un portal con el alma en vilo, mientras el encausado vigilaba desde la cercana esquina.
—Parroquia... —era habitualmente una contraseña convenida.
—Confirmación... —podía ser la respuesta que indicara que no había moros en la costa.
—Gracias, Cieza. Ahora sólo te pido que vengas detrás de mí y aguardes un momento para que podamos asegurarnos de que no se trata de una trampa.
Sólo en una ocasión se trataba de una trampa.
Ismael subió tras Torralbo hasta el primer descansillo, se detuvo atento a la seña que el otro le hizo e inmediatamente hubo un estallido de amenazas e imprecaciones, adheridas a los gritos y llantos de una mujer. Vio el cuerpo de Torralbo peligrosamente asomado por la barandilla, haciendo un terrible esfuerzo para que no lo arrojasen por ella. Subió con más dudas que decisión.
Fue la mujer quien le arañó la cara al verlo aparecer, y lo echó con cajas destempladas.
A’Ibrralbo lo metían en el piso, entre patadas y bofetadas. Se cerró la puerta y se hizo el silencio. Ismael se retiró pesaroso y ensangrentado.
—Una gumia... —fue el único comentario que hizo esa noche el representante del ramo de ferretería, con el ojo derecho morado y el brazo izquierdo en cabestrillo.