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JAMÁS sabré si huyó o está perdida, asustada en la inmovilidad o en el acecho, lo que su imagen dure en la pared del salón nada tiene que ver con esta zozobra que enreda mi ánimo como una telaraña en lo que pudiera ser el ensueño de mi cansancio, cuando llego a casa y no hago otra cosa que desprenderme de la chaqueta y los zapatos y dejarme caer en el sillón como un fardo.
Hay un zoo doméstico que justifica una compañía fantasmal en las baldosas de la cocina, en el armario ropero y en la pared del salón. Otros tienen un perro o un gato, sin que la presencia muda y bondadosa signifique mucho más. Esos habituales animales de compañía, los gatos sinuosos y los perros que cagan sin contemplaciones en las calles de Doza, hasta el punto de que pisar mierda es el riesgo que con mayor resignación asumen sus habitantes, no suponen otra cosa que el invento de una necesidad derivada de la carencia que es el motor de tantos sentimientos inocuos y artificiosos. La pretendida compañía parece el resultado de una generosa frustración bastante inconfesable, y el remedio que ella dispone se resuelve de ese modo: secuestrando a los pobres bichos, humanizándolos, intentando que con nosotros se hagan como nosotros mismos.
La cabeza se dispara, debo reconocerlo.
La ensoñación, el cansancio, se juntan para que mis ocurrencias sean poco razonables.
Los animales domésticos siempre me importaron un pimiento y no tengo el menor criterio para pensar nada lógico al respecto. Fui un niño temeroso al que le costaba acariciar la cabeza de un gato como si fuese un tigre, y el recuerdo más arriesgado y lejano de mi infancia es el de la persecución de un perro que me alcanzó ladrando y me mordió en el culo. Entre aquel mordisco y la mierda de las aceras de Doza debe de existir una justa correspondencia. Los perros me dan miedo y, además, hasta los más mansos olfatean mi temor y se prevalecen de esa irradiación que los envalentona para ponerme en ridículo.
El escarabajo es un ser pesaroso.
Mi única tribulación es la de pisarlo sobre las baldosas, pero su consistencia de bicho que parece llegado de otro mundo, la idea de que no tiene familia y de que hasta su reproducción resulta irreal, como si fuera imposible imaginar el apareamiento, del mismo modo que no logro imaginar el proceso de sus deposiciones, coadyuva a esa observación fantasmal, de sueño frío, de élitros alisados y silencioso merodeo. Un bicho que no viene de ningún sitio y a ninguno va. Caído de algún agujero sideral o rescatado de la antigüedad en una suerte de supervivencia más propia de los objetos que de los animales.
De los ratones no tengo mucho que decir.
Aquel niño asustado sentía predilección por los roedores, un cariño de cuento de hadas que identificaba ciertos camuflajes y dádivas diversas, el ratón obsequioso y disfrazado, el ratoncillo huérfano y lloroso, un bicho pequeño que difundía la ternura asomando la cabecilla por el agujero. Luego, en el armario, podían haber encontrado ese refugio del que se habían hecho acreedores al ser dueños de los recovecos más inusitados de la casa. Una casa, por supuesto, sin perros ni gatos.
Lo que no tiene razón de ser es la lagartija.
Ahora que vuelvo a observarla y, como siempre, en la taimada vicisitud de si huye o está perdida, asustada o al acecho, me sobreviene la inquietud del sueño, y corroboro cierta animadversión hacia el diminuto reptil que nada significa en mi vida, ni siquiera en el recuerdo de los más desalmados juegos, cuando le cortábamos la cola.
Puedo pensar, acogido al adormecimiento de mis visiones, entre lo que el sueño rezuma como una difusión gaseosa, que el reptil es el antecesor de una línea familiar en la que los míos se arrastraron reverdecidos por la misma piel, alguien como mi tío Enésimo o aquel primo de mi padre que tenía escamas o un tatarabuelo que heredaba la quietud extrema de otro antepasado a quien le daba miedo moverse.
La lagartija es ahora la dueña de mi casa. Se hizo con el salón, ya no tiene el riesgo de que la descubra Novelda y, en el fondo, yo la observo como un habitante privilegiado de este zoo doméstico.
Algunas noches, es verdad, me despierto asustado, con la sensación de que un reptil perdido cruza por mi pecho y se entretiene más de lo debido en los pelos que se entrelazan sobre el esternón, tal vez maleza o leña seca, acaso un amasijo de alambres herrumbrosos, pero me voy haciendo a la idea de que ella vela por mí.
Es mi vigía o mi centinela, la guardiana de ese tiempo remoto del que, al parecer, provengo.